Con su aplomo habitual el licenciado Federico Romera toma la autopista al norte; está yendo a matar a Susana. En estos viajes de Puerto Madero a San Isidro solía escuchar Wagner (al licenciado Romera lo enciende Wagner) pero esta vez le conviene Vivaldi, debe mantenerse frío y ligero. Hacerlo en persona no ha sido una decisión facil; no quiso recurrir a los sicarios con que resuelve los temas del holding para un asunto tan personal, y el resto de la mano de obra disponible (barras bravas o ex bonaerenses psicópatas) es demasiado chapucera y le hubiera garantizado al menos un par de primeras planas. En el fondo Romera no confía en nadie para la tarea, ni siquiera en Ramirez. Susana le provoca un miedo místico, y el licenciado Romera no está acostumbrado a temerle a la gente. Por supuesto que ese miedo (que Romera llama, con cierta autocondescendencia, 'inquietud') es un ingrediente más de los que Susana combina con maestría y la precisión de un boticario para enceguecerlo de placer en cada encuentro y para obsesionarlo con el próximo. Romera conoció muchas mujeres hermosas cubriendo un amplio rango entre la exuberancia y la discreción, entre el recato y el desenfreno; todas le provocan un deseo físico que se extingue en la eyaculación. Sólo Susana, y con diferencia, lo estimula fuera de todo control, todo el tiempo. Romera sabe que el mundo va a ser demasiado predecible sin ella, ya la está extrañando. A su modo la ama.
Control. El sol ya se va apagando atrás de la cortina roñosa en que se convierte a esa hora el horizonte porteño; para cuando llegue ya va a ser prácticamente de noche. Va a estacionar a tres cuadras (ahí su BMW M5 negro no va a llamar la atención), va a caminar tranquilamente, va a forzar la puerta. Ya sabe qué joyas va a robar, ya sabe quién va a pagar el pato. Se promete una y mil veces mirarla solo el tiempo necesario para meterle un tiro letal, sabe que si ella le hinca la mirada va a estar perdido. Control total en su vida, cuyo único obstáculo es Susana. No puede dejar nada librado al azar ahora que se dispone a convertirse en un hombre público. Por lo menos tuvo el suficiente control como para que nada lo vincule a ella; la casa la alquila a traves de uno de sus sellos de goma, las joyas las compró un banco de Grand Cayman. Puso en todo el mismo cuidado que en sus negocios más delicados. Por eso el licenciado Romera no se molestó ni siquiera en tener una coartada, basta con ser prolijo y con proveer de inmediato un gil plausible.
Siguiendo las evoluciones del licenciado Romera he sentido una incomodidad que tardé en identificar. Me gusta el material que voy obteniendo, pero lo que Romera me ha revelado sobre Susana me tienta a conocerla; contrastado con ella Romera es acuoso y transparente. Y si me quedo al lado suyo, de Susana no voy a conocer más que una sorpresa breve y su suspiro final. Mah sí, yo me voy para su casa.
Descubro unos espacios amplios de caoba y ladrillo a la vista que el atardecer resalta, una escalera ancha, un estar con hogar, y sobre todo a Susana en el desayunador frente a su pote aún cerrado de yoghurt con cereales. Es casi dolorosamente hermosa y absolutamente joven. O sea: no solo mucho más joven que Romera, es tan joven como puede ser una mujer. Y sin embargo no tiene el aire vulnerable e inocente que cabría esperar, más bien es el mundo que la rodea el que parece a la defensiva, por ejemplo el pote de yoghurt que va desvistiendo de su tapa de aluminio de un modo que me quita el aliento. Susana parece no darse permiso jamás para despatarrarse en un banco o rascarse; es una atleta de la seducción y, cuando no compite, entrena. Lo frustrante es que mis poderes de narrador omnisciente se terminan en su piel; que solo puedo saber de ella, como cualquier hijo de vecino, por los símbolos que publica su cuerpo. De golpe algo alerta a Susana. Estúpidamente temo que Romera ya esté acá cuando sé que tiene para media hora más, pero Susana busca algo acá adentro. Y solo con la más leve de las sorpresas me descubre, me clava la vista y soy una presa asustada que trata de huir con desesperación y
Perdon por dejar colgado el párrafo anterior. Tuve que escaparme, cerrar los ojos y volver a mi piecita, verificar con todo mi cuerpo que sigo sentado en la silla frente a la computadora, que a mi izquierda mi cama sigue deshecha, que el sol golpea furioso el marco de la ventana, y sobre todo, que la mirada de Susana no es más que unas frases confinadas a la ventanita de mi procesador de textos. El CD de la Bersuit se terminó, el mate ya está tibio, detrás de Susana y el licenciado Romera el firefox muestra los titulares de Página 12. ¿Cómo sigo mi historia ahora? ¿Me vuelvo con Romera? No, ya es tarde, ahora Susana está alertada. ¿O es que me tienta ella? Tal vez ya arruiné el relato, tal vez deba abandonarlo ya. Pero sería una pena, había arrancado tan bien... Bueno, yo arranco el párrafo siguiente, que el párrafo decida cómo sigo.
Ya es de noche. En la habitación de la planta alta me recibe el aroma de un sahumerio, la luz tímida de unas velas y Susana recostada entre almohadones, dentro de un camisón liviano que se acomoda obediente a sus formas irresistibles. Me dice que me estaba esperando, y descubro que su voz es tan letal como su mirada. Algo radical ha cambiado en ella, pero no logro precisarlo. Con la sola fuerza de su mirada me invita, me arrodillo sobre la alfombra al lado de la cama, peligrosamente cerca de su mirada y de su aliento. Me pregunta qué hago ahí, le contesto que cuento una historia sobre ella y Romera, y su reacción me da la clave que estaba buscando: ahora parece una criatura indefensa, siento una necesidad incontenible de protegerla.¿Me habré dejado llevar por Romera cuando la ví la primera vez? Me pregunta si está en peligro, no me sale mentirle. Me dice que Romera tiene hielo en la sangre y que es un tirador experto, que se alegra de estar con el narrador, que así se siente a salvo. Me tienta provocar un pinchazo que saque de la autopista y mate a Romera, pero todavía quiero un buen relato. Susana toma mi mano, la deposita suave en su mejilla y cierra los ojos; unas hormigas van y vienen febriles de mi estómago a mi ingle. Recien cuando se apaga una de las velas tomo consciencia del paso del tiempo. El estruendo de madera astillándose nos sobresalta, le digo a Susana que no se preocupe, que va a estar a salvo, y encaro la escalera con todo latiéndome. Antes del recodo digo con toda la firmeza que puedo
-No dispare Romera, soy el narrador
y me reiría a carcajadas con semejante frase si no estuviera al borde del infarto. Romera está cerca de la puerta, con guantes y una pistola en la mano derecha, contrariado y divertido a la vez. Sonríe con media boca y una ceja. Cualquiera quedaría pasmado ante el shock metafísico de encontrarse con el narrador, pero el licenciado Romera es un tipo práctico. Mirándome en silencio se da un par de segundos para maliciar sobre lo facil que le habrá resultado a Susana seducirme con la batería estandar de cursilerías, y luego se entrega a un cálculo frenético de estrategias de teoría de juegos (los jugadores somos él y yo, claro). No logro seguir el hilo de sus pensamientos. Como último recurso lo amenazo con que si me mata su mundo va a desaparecer, pero llega a su conclusión prescindiendo de mis opiniones.
Con su aplomo habitual el licenciado Federico Romera quita el seguro, apunta a mi cabeza y dispara. El recule del disparo me empuja contra el respaldo de la silla frente a una computadora en un cuartucho vulgar. Con sumo agrado descubro delante mío a Susana mucho mejor que asesinada: neutralizada, reducida a los caracteres de un archivo informático. La última oración de ese archivo dice que llora, desplomada sobre la escalera a cuyos pies se desangra el narrador.
martes, 30 de marzo de 2010
domingo, 21 de marzo de 2010
Funes, el perceptivo
Sé que para decir lo que quiero decir debería escribir un texto epistemológico, pero no sé cómo se hace eso (disculpen mi ignorancia). Si fuese Jorge Luis podría escribir sobre filosofía a traves de una ficción genial y ahorrarme el aprendizaje metodológico. Pero yo soy yo y eso no tiene arreglo, así que voy a tratar de subirme a hombros de gigantes.
Ireneo Funes (Fray Bentos, 1868 - 1889) lo recordaba todo. Podía evocar cada evento vivido con absoluto detalle, con los atributos de todos los sentidos, y no sólo podía decir exactamente cuándo había ocurrido, recordaba también cada ocasión en que había evocado ese recuerdo. “Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho”. Nada se nos dice de las resonancias emocionales de tales percepciones: Ireneo fue un instrumento de registro envidia de cualquier laboratorio: cámara de resolución arbitraria, micrófono sin límite de bits, termómetro, sismógrafo. Nuestro Borges nos agobia otra vez con sus infinitos, pero no es de eso de lo que quiero hablar. Después de dejarnos sin aliento enumerando las proezas y despropósitos memorísticos de Ireneo Borges lanza su tesis epistemológica: “Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”.
La sospecha borgeana es tributaria de la doctrina empirista; no en vano se cita a Locke en el texto. De lo único que puede fiarse el sabio es de la percepción, fiel reflejo del Universo. Eso sí: si queremos “pensar” tendremos que sacrificar los detalles, hacer inducciones. Abstraer es olvidar las diferencias entre el perro de frente a una hora y el perro de perfil a otra: olvidando la serie agobiante de ladridos y pelajes y jadeos abstraemos la idea “perro”, y entonces podremos teorizar sobre el “perro”. Funes es a su vez un perfecto especimen conductista, el modelo psicológico que mejor pega con el empirismo y el positivismo.
Como por suerte no soy Funes, del cuento sólo recordaba la esencia de que Funes todo lo recordaba, énfasis que arranca desde el título, y también la tesis final ya citada. Y de golpe una revelación me impulsó a releer el cuento con ojos nuevos: para recordarlo todo también hay que percibirlo todo. Al releerlo veo que al maestro no se le escapó el detalle: la palabra “percepción” aparece dos veces, deslizada con inocencia. No es que Funes sea omnisciente, él sabe lo que captan sus sentidos. Puede argumentarse que alguien tan excepcional como para tener supermemoria puede tener superojos, supertacto y demás. Por supuesto que sí, pero entonces... ¿Qué distingue a Funes del resto de los mortales, reales o ficticios? ¿La supermemoria o la superpercepción? Veamos.
Quien anda en bicicleta ve piedras y ve pozos. Es probable que no vea un rosal hermoso que a un peatón más despreocupado no se le pasaría. Y cada tanto ve falsas piedras y falsos pozos (alguna mancha, sombra u hoja seca). Para un purista de las categorías ontológicas poner las piedras (sustancia) y los pozos (ausencia) al mismo nivel es un horror intolerable, pero lo que al ciclista le interesa es no terminar despatarrado sobre la calle. El ciclista no sólo deja de ver casi todo lo que hay a su alrededor, sino que ocasionalmente ve algo que no está. ¿Por qué? Porque el ciclista ve de acuerdo a lo que espera ver. Tiene un interés, una serie de modelos mentales, objetivos y expectativas. Y no es el intelecto “abstrayendo” el que le hace esquivar un pozo o una hoja seca que-parecía-piedra: eso que llamamos “reflejo” es primario, lo tiene el más humilde de los insectos. Y si el ciclista de pronto se encuentra con que un bicho se acerca a su ojo, el ojo se cierra mucho antes de que el “pensamiento” tenga algo que ver en ello. El ojo “piensa” por su cuenta, “abstrae” de entre las señales recibidas algo móvil identificándolo como “una cosa”, y hasta la califica de amenaza potencial. Los sentidos no necesitan del intelecto para recortar y abstraer.
Los muchos homos sapiens que nos pasamos horas pensando lejísimos del riesgo de ser almorzados tendemos a olvidar que lo que somos (ojos, oído, intuición, intelecto y memoria) se forjó al calor de la lucha por la supervivencia. Así unos ensalzan los sentidos y otros la razón como instrumentos que Dios nos dio para llegar a la Verdad, a las esencias últimas del Universo. ¡Cuánta soberbia se apiló durante siglos de filosofía! Un homínido de hace quinientos mil años, ante unos yuyos que se movían y el más mínimo ronroneo, necesitaba que se le erizaran los pelos de la espalda y cada músculo quedara listo para la acción. Alertas con la mínima información y el mínimo número de falsas alarmas hicieron la diferencia entre ser nuestros retataraabuelos y ser banquete de las fieras. Lo mismo puede decirse de saber contar, y que si había tres tigres y matamos uno entonces quedan dos. No menor era el rol del miedo o la euforia que acompañaba esas percepciones. Y la memoria, la imaginación y el espíritu crítico les permitía a nuestros peludos ancestros repasar la jornada de peligros y aprender de los errores. El cerebro humano es el maravilloso instrumento que es porque ha sido el que logró que una especie no particularmente robusta ni particularmente veloz y cargadísima de preciosas proteínas comestibles no se extinguiera.
Las más de las veces los sentidos hacen exactamente lo contrario de olvidar detalles. Pensemos en la Ley de Cierre de la Gestalt: ¿Qué es lo que olvidamos cuando al mirar cuatro puntitos vemos un cuadrado? Con un mínimo de información conjeturamos sobre lo que vemos, y para eso usamos los modelos mentales que consideramos relevantes de acuerdo al contexto. Si para reconocer de un golpe de vista unos álamos a la distancia tuviésemos que olvidar las ojitas, las ramitas, los infinitos detalles, ¿Cómo es que reconocemos álamos en una pintura impresionista? ¿No es cierto que con la misma configuración de pintura que un pintor usaría para hacer un álamo impresionista otro podría hacer el humo de una fábrica? No es un olvido de diferencias el que nos hace decir “¡Alamo!” o “¡Humo!”; es una conjetura de nuestra percepción con información mínima, basada en nuestras expectativas y creencias y sujeta a revisión crítica (“Ah no, es humo, abajo está la chimenea”). Y si no, piense usted en quienes ven fantasmas, ovnis o a la Virgen.
Espero haber convencido a esta altura de que la percepción de Funes no era una versión superlativa de la nuestra sino algo cualitativamente diferente. Pero más aún me preocupa señalar sobre la capacidad de pensar del uruguayito. Borges nos cuenta que el muchacho, antes del accidente, era un poco peculiar pero por lo demás era bastante normal. Tuvo que caminar y enfrentar los peligros, correrse si un carro se le venía encima, ordenarle a su caballo que esquivara pozos y piedras como nuestro ciclista del quinto párrafo. Aún luego del accidente el hombre era capaz de sostener conversaciones coherentes y comprendía textos escritos. Para nada de esto necesitamos, ni usted ni yo, grandes habilidades mentales. Eso es porque somos eficientes productos de la evolución: para aprender a caminar o hablar necesitamos de todo el poder de nuestro intelecto, pero la práctica nos permite automatizar cosas tan complejas como leer o manejar un auto. Podemos leer fotocopias algo borrosas con un esfuerzo mínimo por cortesía de la Ley de Cierre ya citada. La inteligencia está reservada para las emergencias, las situaciones nuevas o el aprendizaje. Todo esto no era cierto para Funes: un texto en un diario o en cada libro era para él un mundo de detalle sin clasificar, pero Funes era capaz de leer una 'a' donde no había más que tinta sobre papel. Su propia imagen en el espejo lo sorprendía cada vez, pero se reconocía en ella. Encontraba chocante identificar el perro de frente a una hora y de perfil a otra, pero en definitiva lo hacía, y comprendía el significado de la palabra “perro”. El procesamiento de infinitos datos en tiempo real hasta obtener significados requiere también de una inteligencia infinita. Si los sentidos no filtran, debe filtrar la inteligencia. Las operaciones más triviales en la vida de Funes, como cerrar el párpado ante un bicho que se acercara a su ojo, requería de todo su poder de análisis y de abstracción. Todo el santo día. ¿Cómo negarle el calificativo de genio?
En síntesis, todo en Ireneo Funes funcionaba de un modo cualitativa y radicalmente diferente a como funciona en nosotros. Funes no era sobrehumano, era redondamente inhumano, salvo en su apariencia exterior y su misteriosa capacidad de sufrir (y morir por) infecciones de pulmón. Funes es la cabal muestra de que es insensato que una criatura real pueda conocer su mundo mediante la inducción a partir de lo sensorial.
Ireneo Funes (Fray Bentos, 1868 - 1889) lo recordaba todo. Podía evocar cada evento vivido con absoluto detalle, con los atributos de todos los sentidos, y no sólo podía decir exactamente cuándo había ocurrido, recordaba también cada ocasión en que había evocado ese recuerdo. “Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho”. Nada se nos dice de las resonancias emocionales de tales percepciones: Ireneo fue un instrumento de registro envidia de cualquier laboratorio: cámara de resolución arbitraria, micrófono sin límite de bits, termómetro, sismógrafo. Nuestro Borges nos agobia otra vez con sus infinitos, pero no es de eso de lo que quiero hablar. Después de dejarnos sin aliento enumerando las proezas y despropósitos memorísticos de Ireneo Borges lanza su tesis epistemológica: “Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”.
La sospecha borgeana es tributaria de la doctrina empirista; no en vano se cita a Locke en el texto. De lo único que puede fiarse el sabio es de la percepción, fiel reflejo del Universo. Eso sí: si queremos “pensar” tendremos que sacrificar los detalles, hacer inducciones. Abstraer es olvidar las diferencias entre el perro de frente a una hora y el perro de perfil a otra: olvidando la serie agobiante de ladridos y pelajes y jadeos abstraemos la idea “perro”, y entonces podremos teorizar sobre el “perro”. Funes es a su vez un perfecto especimen conductista, el modelo psicológico que mejor pega con el empirismo y el positivismo.
Como por suerte no soy Funes, del cuento sólo recordaba la esencia de que Funes todo lo recordaba, énfasis que arranca desde el título, y también la tesis final ya citada. Y de golpe una revelación me impulsó a releer el cuento con ojos nuevos: para recordarlo todo también hay que percibirlo todo. Al releerlo veo que al maestro no se le escapó el detalle: la palabra “percepción” aparece dos veces, deslizada con inocencia. No es que Funes sea omnisciente, él sabe lo que captan sus sentidos. Puede argumentarse que alguien tan excepcional como para tener supermemoria puede tener superojos, supertacto y demás. Por supuesto que sí, pero entonces... ¿Qué distingue a Funes del resto de los mortales, reales o ficticios? ¿La supermemoria o la superpercepción? Veamos.
Quien anda en bicicleta ve piedras y ve pozos. Es probable que no vea un rosal hermoso que a un peatón más despreocupado no se le pasaría. Y cada tanto ve falsas piedras y falsos pozos (alguna mancha, sombra u hoja seca). Para un purista de las categorías ontológicas poner las piedras (sustancia) y los pozos (ausencia) al mismo nivel es un horror intolerable, pero lo que al ciclista le interesa es no terminar despatarrado sobre la calle. El ciclista no sólo deja de ver casi todo lo que hay a su alrededor, sino que ocasionalmente ve algo que no está. ¿Por qué? Porque el ciclista ve de acuerdo a lo que espera ver. Tiene un interés, una serie de modelos mentales, objetivos y expectativas. Y no es el intelecto “abstrayendo” el que le hace esquivar un pozo o una hoja seca que-parecía-piedra: eso que llamamos “reflejo” es primario, lo tiene el más humilde de los insectos. Y si el ciclista de pronto se encuentra con que un bicho se acerca a su ojo, el ojo se cierra mucho antes de que el “pensamiento” tenga algo que ver en ello. El ojo “piensa” por su cuenta, “abstrae” de entre las señales recibidas algo móvil identificándolo como “una cosa”, y hasta la califica de amenaza potencial. Los sentidos no necesitan del intelecto para recortar y abstraer.
Los muchos homos sapiens que nos pasamos horas pensando lejísimos del riesgo de ser almorzados tendemos a olvidar que lo que somos (ojos, oído, intuición, intelecto y memoria) se forjó al calor de la lucha por la supervivencia. Así unos ensalzan los sentidos y otros la razón como instrumentos que Dios nos dio para llegar a la Verdad, a las esencias últimas del Universo. ¡Cuánta soberbia se apiló durante siglos de filosofía! Un homínido de hace quinientos mil años, ante unos yuyos que se movían y el más mínimo ronroneo, necesitaba que se le erizaran los pelos de la espalda y cada músculo quedara listo para la acción. Alertas con la mínima información y el mínimo número de falsas alarmas hicieron la diferencia entre ser nuestros retataraabuelos y ser banquete de las fieras. Lo mismo puede decirse de saber contar, y que si había tres tigres y matamos uno entonces quedan dos. No menor era el rol del miedo o la euforia que acompañaba esas percepciones. Y la memoria, la imaginación y el espíritu crítico les permitía a nuestros peludos ancestros repasar la jornada de peligros y aprender de los errores. El cerebro humano es el maravilloso instrumento que es porque ha sido el que logró que una especie no particularmente robusta ni particularmente veloz y cargadísima de preciosas proteínas comestibles no se extinguiera.
Las más de las veces los sentidos hacen exactamente lo contrario de olvidar detalles. Pensemos en la Ley de Cierre de la Gestalt: ¿Qué es lo que olvidamos cuando al mirar cuatro puntitos vemos un cuadrado? Con un mínimo de información conjeturamos sobre lo que vemos, y para eso usamos los modelos mentales que consideramos relevantes de acuerdo al contexto. Si para reconocer de un golpe de vista unos álamos a la distancia tuviésemos que olvidar las ojitas, las ramitas, los infinitos detalles, ¿Cómo es que reconocemos álamos en una pintura impresionista? ¿No es cierto que con la misma configuración de pintura que un pintor usaría para hacer un álamo impresionista otro podría hacer el humo de una fábrica? No es un olvido de diferencias el que nos hace decir “¡Alamo!” o “¡Humo!”; es una conjetura de nuestra percepción con información mínima, basada en nuestras expectativas y creencias y sujeta a revisión crítica (“Ah no, es humo, abajo está la chimenea”). Y si no, piense usted en quienes ven fantasmas, ovnis o a la Virgen.
Espero haber convencido a esta altura de que la percepción de Funes no era una versión superlativa de la nuestra sino algo cualitativamente diferente. Pero más aún me preocupa señalar sobre la capacidad de pensar del uruguayito. Borges nos cuenta que el muchacho, antes del accidente, era un poco peculiar pero por lo demás era bastante normal. Tuvo que caminar y enfrentar los peligros, correrse si un carro se le venía encima, ordenarle a su caballo que esquivara pozos y piedras como nuestro ciclista del quinto párrafo. Aún luego del accidente el hombre era capaz de sostener conversaciones coherentes y comprendía textos escritos. Para nada de esto necesitamos, ni usted ni yo, grandes habilidades mentales. Eso es porque somos eficientes productos de la evolución: para aprender a caminar o hablar necesitamos de todo el poder de nuestro intelecto, pero la práctica nos permite automatizar cosas tan complejas como leer o manejar un auto. Podemos leer fotocopias algo borrosas con un esfuerzo mínimo por cortesía de la Ley de Cierre ya citada. La inteligencia está reservada para las emergencias, las situaciones nuevas o el aprendizaje. Todo esto no era cierto para Funes: un texto en un diario o en cada libro era para él un mundo de detalle sin clasificar, pero Funes era capaz de leer una 'a' donde no había más que tinta sobre papel. Su propia imagen en el espejo lo sorprendía cada vez, pero se reconocía en ella. Encontraba chocante identificar el perro de frente a una hora y de perfil a otra, pero en definitiva lo hacía, y comprendía el significado de la palabra “perro”. El procesamiento de infinitos datos en tiempo real hasta obtener significados requiere también de una inteligencia infinita. Si los sentidos no filtran, debe filtrar la inteligencia. Las operaciones más triviales en la vida de Funes, como cerrar el párpado ante un bicho que se acercara a su ojo, requería de todo su poder de análisis y de abstracción. Todo el santo día. ¿Cómo negarle el calificativo de genio?
En síntesis, todo en Ireneo Funes funcionaba de un modo cualitativa y radicalmente diferente a como funciona en nosotros. Funes no era sobrehumano, era redondamente inhumano, salvo en su apariencia exterior y su misteriosa capacidad de sufrir (y morir por) infecciones de pulmón. Funes es la cabal muestra de que es insensato que una criatura real pueda conocer su mundo mediante la inducción a partir de lo sensorial.
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