martes, 30 de marzo de 2010

El Crimen de las Mamushkas

Con su aplomo habitual el licenciado Federico Romera toma la autopista al norte; está yendo a matar a Susana. En estos viajes de Puerto Madero a San Isidro solía escuchar Wagner (al licenciado Romera lo enciende Wagner) pero esta vez le conviene Vivaldi, debe mantenerse frío y ligero. Hacerlo en persona no ha sido una decisión facil; no quiso recurrir a los sicarios con que resuelve los temas del holding para un asunto tan personal, y el resto de la mano de obra disponible (barras bravas o ex bonaerenses psicópatas) es demasiado chapucera y le hubiera garantizado al menos un par de primeras planas. En el fondo Romera no confía en nadie para la tarea, ni siquiera en Ramirez. Susana le provoca un miedo místico, y el licenciado Romera no está acostumbrado a temerle a la gente. Por supuesto que ese miedo (que Romera llama, con cierta autocondescendencia, 'inquietud') es un ingrediente más de los que Susana combina con maestría y la precisión de un boticario para enceguecerlo de placer en cada encuentro y para obsesionarlo con el próximo. Romera conoció muchas mujeres hermosas cubriendo un amplio rango entre la exuberancia y la discreción, entre el recato y el desenfreno; todas le provocan un deseo físico que se extingue en la eyaculación. Sólo Susana, y con diferencia, lo estimula fuera de todo control, todo el tiempo. Romera sabe que el mundo va a ser demasiado predecible sin ella, ya la está extrañando. A su modo la ama.

Control. El sol ya se va apagando atrás de la cortina roñosa en que se convierte a esa hora el horizonte porteño; para cuando llegue ya va a ser prácticamente de noche. Va a estacionar a tres cuadras (ahí su BMW M5 negro no va a llamar la atención), va a caminar tranquilamente, va a forzar la puerta. Ya sabe qué joyas va a robar, ya sabe quién va a pagar el pato. Se promete una y mil veces mirarla solo el tiempo necesario para meterle un tiro letal, sabe que si ella le hinca la mirada va a estar perdido. Control total en su vida, cuyo único obstáculo es Susana. No puede dejar nada librado al azar ahora que se dispone a convertirse en un hombre público. Por lo menos tuvo el suficiente control como para que nada lo vincule a ella; la casa la alquila a traves de uno de sus sellos de goma, las joyas las compró un banco de Grand Cayman. Puso en todo el mismo cuidado que en sus negocios más delicados. Por eso el licenciado Romera no se molestó ni siquiera en tener una coartada, basta con ser prolijo y con proveer de inmediato un gil plausible.

Siguiendo las evoluciones del licenciado Romera he sentido una incomodidad que tardé en identificar. Me gusta el material que voy obteniendo, pero lo que Romera me ha revelado sobre Susana me tienta a conocerla; contrastado con ella Romera es acuoso y transparente. Y si me quedo al lado suyo, de Susana no voy a conocer más que una sorpresa breve y su suspiro final. Mah sí, yo me voy para su casa.

Descubro unos espacios amplios de caoba y ladrillo a la vista que el atardecer resalta, una escalera ancha, un estar con hogar, y sobre todo a Susana en el desayunador frente a su pote aún cerrado de yoghurt con cereales. Es casi dolorosamente hermosa y absolutamente joven. O sea: no solo mucho más joven que Romera, es tan joven como puede ser una mujer. Y sin embargo no tiene el aire vulnerable e inocente que cabría esperar, más bien es el mundo que la rodea el que parece a la defensiva, por ejemplo el pote de yoghurt que va desvistiendo de su tapa de aluminio de un modo que me quita el aliento. Susana parece no darse permiso jamás para despatarrarse en un banco o rascarse; es una atleta de la seducción y, cuando no compite, entrena. Lo frustrante es que mis poderes de narrador omnisciente se terminan en su piel; que solo puedo saber de ella, como cualquier hijo de vecino, por los símbolos que publica su cuerpo. De golpe algo alerta a Susana. Estúpidamente temo que Romera ya esté acá cuando sé que tiene para media hora más, pero Susana busca algo acá adentro. Y solo con la más leve de las sorpresas me descubre, me clava la vista y soy una presa asustada que trata de huir con desesperación y

Perdon por dejar colgado el párrafo anterior. Tuve que escaparme, cerrar los ojos y volver a mi piecita, verificar con todo mi cuerpo que sigo sentado en la silla frente a la computadora, que a mi izquierda mi cama sigue deshecha, que el sol golpea furioso el marco de la ventana, y sobre todo, que la mirada de Susana no es más que unas frases confinadas a la ventanita de mi procesador de textos. El CD de la Bersuit se terminó, el mate ya está tibio, detrás de Susana y el licenciado Romera el firefox muestra los titulares de Página 12. ¿Cómo sigo mi historia ahora? ¿Me vuelvo con Romera? No, ya es tarde, ahora Susana está alertada. ¿O es que me tienta ella? Tal vez ya arruiné el relato, tal vez deba abandonarlo ya. Pero sería una pena, había arrancado tan bien... Bueno, yo arranco el párrafo siguiente, que el párrafo decida cómo sigo.

Ya es de noche. En la habitación de la planta alta me recibe el aroma de un sahumerio, la luz tímida de unas velas y Susana recostada entre almohadones, dentro de un camisón liviano que se acomoda obediente a sus formas irresistibles. Me dice que me estaba esperando, y descubro que su voz es tan letal como su mirada. Algo radical ha cambiado en ella, pero no logro precisarlo. Con la sola fuerza de su mirada me invita, me arrodillo sobre la alfombra al lado de la cama, peligrosamente cerca de su mirada y de su aliento. Me pregunta qué hago ahí, le contesto que cuento una historia sobre ella y Romera, y su reacción me da la clave que estaba buscando: ahora parece una criatura indefensa, siento una necesidad incontenible de protegerla.¿Me habré dejado llevar por Romera cuando la ví la primera vez? Me pregunta si está en peligro, no me sale mentirle. Me dice que Romera tiene hielo en la sangre y que es un tirador experto, que se alegra de estar con el narrador, que así se siente a salvo. Me tienta provocar un pinchazo que saque de la autopista y mate a Romera, pero todavía quiero un buen relato. Susana toma mi mano, la deposita suave en su mejilla y cierra los ojos; unas hormigas van y vienen febriles de mi estómago a mi ingle. Recien cuando se apaga una de las velas tomo consciencia del paso del tiempo. El estruendo de madera astillándose nos sobresalta, le digo a Susana que no se preocupe, que va a estar a salvo, y encaro la escalera con todo latiéndome. Antes del recodo digo con toda la firmeza que puedo
-No dispare Romera, soy el narrador
y me reiría a carcajadas con semejante frase si no estuviera al borde del infarto. Romera está cerca de la puerta, con guantes y una pistola en la mano derecha, contrariado y divertido a la vez. Sonríe con media boca y una ceja. Cualquiera quedaría pasmado ante el shock metafísico de encontrarse con el narrador, pero el licenciado Romera es un tipo práctico. Mirándome en silencio se da un par de segundos para maliciar sobre lo facil que le habrá resultado a Susana seducirme con la batería estandar de cursilerías, y luego se entrega a un cálculo frenético de estrategias de teoría de juegos (los jugadores somos él y yo, claro). No logro seguir el hilo de sus pensamientos. Como último recurso lo amenazo con que si me mata su mundo va a desaparecer, pero llega a su conclusión prescindiendo de mis opiniones.

Con su aplomo habitual el licenciado Federico Romera quita el seguro, apunta a mi cabeza y dispara. El recule del disparo me empuja contra el respaldo de la silla frente a una computadora en un cuartucho vulgar. Con sumo agrado descubro delante mío a Susana mucho mejor que asesinada: neutralizada, reducida a los caracteres de un archivo informático. La última oración de ese archivo dice que llora, desplomada sobre la escalera a cuyos pies se desangra el narrador.

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