domingo, 31 de octubre de 2010

Inseguridad

Hora de almorzar. Mis cosas no van bien, necesito espacio para meditar: un sacramento y al lago del bosque, atrás del estadio de Estudiantes. Si hago de cuenta que las losas horribles no están ahí el paisaje es lo bastante bucólico como para serenarme un poco. Dejo una pila de fotocopias anilladas y libros en un extremo del banco, mi portafolios en el otro, acomodo mi piloto y me siento con vista al lago, listo para hincar el diente y dejarme llevar. En un par de meses a esta hora el lugar se va a llenar, pero todavía el sol no tienta a la gente a aguantarse el frío, así que no hay nadie. Por mí mejor. Doy mi primer mordizco, distraído, dejándome sedar por el brillo bailarín del sol en el lago. Por eso no veo acercarse al pibe.

¿Cuánto tiene? ¿12? ¿13? No viste harapos pero su ropa es muy humilde, aunque se las arregla para ponerle cierta onda. Trae gorra con visera y una sonrisa desfachatada pero compradora. Me pide un poco de mi sandwich. “A mí solo, qué le cuesta.” ¿Qué quiere decir con eso de que a él solo? Recién ahora veo que se acercan varios más, serán seis o siete. De la misma edad, calculo, pero la pobreza les sienta mucho peor. Me pregunto si este que insiste con su pedido será el lider porque sabe sonreír. Porque sin duda es su lider. Miran, los otros, un poco al jefe y un poco a mí, haciendo muecas que trataban de ser sonrisas, ladeando las cabezas con un gesto de paloma desplumada y sin gracia. O de lagartija. Mirada de lagartija. ¿Puede la pobreza hacerle eso a un chico? Mientras el más humano no ha dejado de insistir con su pedido. Le explico que es todo mi almuerzo, insiste con que qué me cuesta, con que a él sólo. Si a él solo, qué hacen sus compañeros-lagartija formando de a poco este semicírculo, esta pinza que de a poco me amenaza. ¿Hay amenaza? ¿Estoy en peligro?

Los chicos-lagartija ya me tienen francamente rodeado. Inconscientemente hago un inventario: mi billetera con unos 500 pesos, mi reloj pulsera, mi blackberry. Me viene a la cabeza una escena de película: una nena como de ocho años, sandwich en mano, se aleja sola de la playa donde sus padres hacen un pick-nick. Andan en yate, se ve que están solos en una isla paradisíaca. Ya lejos, la nena se topa con un lagartito de unos veinte centímetros, flaco y de movimientos eléctricos y algo pajariles. Como la película se llama Jurassic Park II uno sabe que se trata de un dinosaurio diminuto. La nena le habla con cariño y le da un pedacito de su sandwich, que el bicho le arrebata con cierta violencia. Su boca es chica pero filosa. De pronto aparecen otros lagartos iguales, decenas de ellos la rodean, todos ellos diminutos y frágiles. Pero muchos. La nena se asusta cada vez más mientras más lagartos la rodean. La imagen vuelve a donde están los padres, que escuchan los chillidos aterrados de su hija.

La situación es insostenible, tiene que resolverse. Me molesta pensar que mi rol es el de la nena que chilla. Siento miedo, pero simulo fastidio: guardo el sacramento en la valija, la agarro con una mano, con la otra agarro mi pila de libracos y me levanto mascullando algo de que quería comer en paz y ahora. Al cacique se le borra la sonrisa. Me pregunta si entonces no le pienso dar el sandwich, dándome a entender una especie de ultimatum. Le digo que me deje en paz. “Entonces te lo sacamos a la fuerza. Sacáselo, Fulanito”. Mientras lo dice circulan gestos que no entiendo. Son varios, pero son diminutos. Puedo darles una buena paliza. Levanto un brazo como para descargarlo en la cara del cacique. Por su expresión sé que lo entiende. Pero mi brazo vengador está inutilizado por la pila de libros y fotocopias, metí la pata. Se van a abalanzar, sólo me queda escapar. Disparo como puedo, no soy tan joven, me van a alcanzar. Todavía no me alcanzan, ¡Estoy en mejor estado de lo que pensaba! Habré corrido unos diez metros, la cuarta parte de lo que me separa a la callecita de atrás del estadio. Miro a ver qué ventaja les llevo. Ni rastros, se esfumaron. No me atrevo a parar pero desacelero un poco. Miro a un lado y a otro. ¿Dónde se metieron? ¿Por qué no me agarraron?

Los pibes-lagartija se jugaban a sacarme algo aislándome y asustándome, sabiendo perfectamente que son mucho más débiles que yo. No por imberbes, no por desnutridos, sino porque son siete, y yo soy la sociedad, soy el Estado. Si alerto a la policía y los agarran terminan en el reformatorio, un gesto mío los fulmina. Tal vez el cacique, el que sabe sonreír, sí llegue a ser realmente peligroso de grande, con un arma en la mano y una vida de humillaciones encima. Los otros difícilmente lleguen a conocer la edad adulta.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Cómo había abandonado la visita a este blog? Un amigo en común (juazzzz) me lo recordó el otro día.
Con mi siguiente frase te darás cuenta de quien soy: decime que esto es ficción, please!

InnovCiencias dijo...

Si me lo pedís por favor, te lo digo:

Esto es ficción.

Se basa en algo por supuesto, que le pasó al primo de un amigo... hace varios meses.

Anónimo dijo...

Aaaaah!