Dos manos de acero me llevan no sé dónde. La capucha no me deja ver, los tipos sólo hablan con piñas y patadas, pero sé perfectamente lo que me está por pasar. Hace unas pocas horas que caí, ni idea de cuántas, pero las otras voces del calabozo ya me contaron demasiado. Sólo sus voces, porque desde que llegué estoy con esta capucha y hasta recién estuve atado a la pared. Respiro fuerte y dolorosamente, las piernas amenazan con dejar de sostenerme, pero me obligo a aguantar, a parecer valiente.
Pensar que hace apenas días estaba sentado al sol, en un bar, con Miriam y Cacho. ¡Pensar que entonces creía que estaba asustado, que era un día sombrío! Me reiría a carcajadas de mi ingenuidad si mi cagazo no anulara mi sentido del humor. El sol de la tardecita era delicioso, la botella de Quilmes Imperial y nuestros tres vasos estaban perlados de esas gotitas tan publicitarias durante el calor del verano, y nuestros miedos eran increíblemente abstractos, tenían la consistencia de la niebla comparados con esta certeza del dolor infinito y desconocido. Y además Miriam, aún seria, aún preocupada, estaba tan hermosa a la luz del sol de marzo. Los tres sabíamos que el golpe era inminente. Miriam nos decía que no podía ser tan grave, que el golpe en Chile era repudiado en todo el mundo y que ya Kissinger no era más el secretario de estado, que los demócratas están por ganar por paliza. Cacho se rió de la candidez de Miriam. “Ah, no nos calentemos, Carter nos salva”. Le recordó que la pésima imagen de la dictadura indonesia no había frenado a los milicos chilenos y que los hilos en Sudamérica los mueven segundas líneas de los militares, no la cancillería. “Los mismos que les enseñaron a estos en la Escuela de las Américas. No, piba, no te hagás ilusiones. Los que eligieron los fierros ya perdieron; si los milicos tienen tantas ganas de dar un golpe es porque quieren venir por nosotros”. Ese “Venir por nosotros” sonaba dramático, pero nada me hubiera preparado para el apagón, las patadas, la capucha sudada y apestosa, el baúl del falcon, las horas de susurros con los otros secuestrados, la tortura inminente.
Dicen que el dolor es insoportable. No logro imaginar qué significa eso. Dicen que a veces, por divertirse, hacen confesar a los torturados que mataron a Gardel. Dicen que te preguntan por todos tus conocidos, que cuando cae uno suelen caer después los amigos. Dicen que algunos, para no pasar de nuevo por eso, se pasan a su bando: se vuelven sus espías, les ceban mates y hasta les ayudan a torturar. También dicen que algunos aguantan la tortura sin decir una palabra, que aguantan hasta la muerte.
Miriam, mi hermosa Miriam, ojalá me hubiera animado a decirte que vivo pendiente de tu sonrisa, que el aire es más rico y abundante cuando pienso en vos. Camino a Oslo hubiera tenido tantas oportunidades para hablarte... Pero como un pajero tuve que ir a casa a buscar esas boludeces. Ahora llevo adentro mío como una carga maldita cada detalle de cómo pensás pasar a Paraguay el martes, rumbo a lo de tu amiga noruega. Y la estancia chubutense donde Cacho piensa alimentar ovejas en el anonimato. Y tantos putos detalles que quisiera simplemente borrar de mi cabeza con lija, con cianuro, como sea. Ahora que lo pienso, a lo que más miedo le tengo no es al dolor. Tengo miedo de mí. Tengo terror de no ser más que un cobarde, de descubrirme de golpe cebándole mate a un tipo que está por violarte.
Ya estoy sobre una tabla de madera. Ya me están desvistiendo y atando por los tobillos y las muñecas. Respiro demasiado fuerte, la capucha se me pega a la nariz, mi corazón es un tambor salvaje. Por fin me sacan la capucha y veo a un milico panzón que sonríe como un hijo de puta y me dice que si botoneo va a estar todo bien. Tengo los dientes apretados, todo mi cuerpo tiembla. ¡Que empiecen de una puta vez, a ver de qué estoy hecho!
sábado, 24 de abril de 2010
miércoles, 21 de abril de 2010
El embotellador de Tiempo
De chico Martín vivía obsesionado con el Tiempo. Sentía su flujo en la carne insoportablemente, le daba rabia vivir ahogado en él y no poder tocarlo ni conocer su verdadero rostro. Por eso un día decidió embotellarlo.
Esta era la clase de manías que hacía de Martín un solitario sin solución, porque la intención de embotellar Tiempo no es algo de lo que se pueda hablar en los recreos. Ni tampoco eso que le pasaba al caer el sol detrás de los eucaliptos cuando se sentaba en cierto tronco en el parque de su barrio, evento al que acudía todas las veces que lograba convencer a su madre de que no, ya no tenía deberes pendientes. El sol le llegaba filtrado por la cortina móvil de los eucaliptos arrastrando consigo sus fragancias poderosas, y le parecía que el mundo era un criptograma y que ese momento era, de un modo que se le escapaba, la clave que haría todo transparente. Claro que de chico no hubiera podido nombrar aquello con esas palabras, de hecho no lo nombraba con ninguna y la sensación cruda lo invadía y le quemaba por dentro (a veces las palabras funcionan como las asas de un brasero). Podría mencionar muchas otras peculiaridades de Martín pero no quiero irme de tema, porque me interesa hablar de sus peripecias como embotellador de Tiempo.
Martín se convenció de que si embotellaba Tiempo su esencia le sería revelada. Cualquier ingeniero podría haberle dicho que estaba poniendo el carro delante de los caballos, pero sospecho que no lo hubiera escuchado; cuando uno quiere embotellar Tiempo no quiere realmente saber nada de ciencia y técnica, aunque crea lo contrario. Por meses trató de imaginar artefactos y métodos, que pronto se le revelaban ridículos e inocuos. Tuvo que cambiar el enfoque. Al final se decidió por improvisar una máquina real, que iba creciendo a medida que encontraba chucherías por ahí que le parecían adecuadas (el taller de la esquina era un proveedor habitual). Solo cuando la máquina le pareció lo suficientemente compleja como para que fuera plausible que hiciera algo interesante se decidió a probarla. No es que tuviera un resultado en mente, esperaba que lo que ocurriera le diese la clave de cómo seguir. 'Encender' el aparato consistía en meter dos alambres que asomaban de la máquina en el enchufe, uno en cada agujero, enguantado con dos bolsas de supermercado porque bien sabía que aquello era peligroso. Lo hizo. Que el resultado no involucraba en absoluto el embotellado de Tiempo saltaba a la vista. Saltó además una brusca chispa azul, saltaron los tapones de la casa y saltó el propio Martín, por voluntad del chispazo pese a las precauciones y con un dolor en las coyunturas de las muñecas que lo acompañó por horas. Tambien provocó el griterío histérico de su madre y la prohibición paterna de hacer experimentos con electricidad, impuesta con la dureza que los sustos inducen en los padres.
El Tiempo fue sometiendo a Martín a ese proceso de negación de sí mismo que muchos llaman 'madurar', y pronto recordaría aquellas experiencias con indulgencia algo avergonzada. De a poco fue aprendiendo a hablar el idioma de los demás, se fue amoldando a las expectativas ajenas y fue acostumbrándose a formularse sólo preguntas 'útiles'. Atravesó las dichas y penurias que se atraviesan en la vida y que no voy a narrar porque cualquiera puede verlas por ahí, en las novelas o en las letras de los tangos. Lo que sí importa contar es que al filo de los cuarenta conoció a Analía y supo que le había estado llamando 'enamorarse' a procesos que no merecían semejante honor. Analía era bellísima, por supuesto, y disfrutaba de las cosas con la sensualidad sin censuras de los chicos. Para Martín lo más hermoso era que no sentía pudor de estar desnudo con ella, y no hablo de la ausencia de tela tapando piel.
Analía le dijo por teléfono que había conseguido Drambuie, ese licor que ella encontraba delicioso sin comparaciones posibles del que tanto le había hablado, y Martín tuvo una inspiración súbita y feliz: la invitó a probar el manjar sentados en el tronco del parque de los eucaliptos, aquel del barrio de su infancia. Cuando llegaron el sol estaba alto y pasó como siempre: la charla desvanece al mundo y cuando se quieren acordar está atardeciendo. El que lo nota es Martín, porque de golpe ahí está otra vez esa sensación que parece haber perforado los años y alojarse incorrupta en su pecho, quemándoselo. Se lo está por decir a Analía, pero ella de pronto recuerda la botella que lleva en su mochila y la saca junto con dos vasitos de licor, con la sonrisa de quien está por hacer una travesura. No puede decir nada porque es hermoso verla servir delicadamente y disfrutar de la tenue viscosidad del Drambuie acomodándose en el vaso. El sol incendia los cabellos de Analía y revela una transparencia inesperada y ámbar en los más sueltos. Los dos toman el primer sorbo simultáneamente, y los sabores estallan en la boca de Martín, como lo hacen los colores entre los árboles y la sonrisa deslumbrante de Analía, que brilla por su cuenta. En la mirada enamorada de Analía caben todos los atardeceres. De golpe la sensación ya no le quema, una certidumbre lo golpea de un modo casi físico; queda en una semisonrisa de labios relajados y ojos lagrimeantes. Analía no necesitará palabras para preguntarle, le bastará un sutil cambio en sus cejas, y Martín le contestará con la poca voz que sus emociones le permitan: - Estoy embotellando Tiempo.
Esta era la clase de manías que hacía de Martín un solitario sin solución, porque la intención de embotellar Tiempo no es algo de lo que se pueda hablar en los recreos. Ni tampoco eso que le pasaba al caer el sol detrás de los eucaliptos cuando se sentaba en cierto tronco en el parque de su barrio, evento al que acudía todas las veces que lograba convencer a su madre de que no, ya no tenía deberes pendientes. El sol le llegaba filtrado por la cortina móvil de los eucaliptos arrastrando consigo sus fragancias poderosas, y le parecía que el mundo era un criptograma y que ese momento era, de un modo que se le escapaba, la clave que haría todo transparente. Claro que de chico no hubiera podido nombrar aquello con esas palabras, de hecho no lo nombraba con ninguna y la sensación cruda lo invadía y le quemaba por dentro (a veces las palabras funcionan como las asas de un brasero). Podría mencionar muchas otras peculiaridades de Martín pero no quiero irme de tema, porque me interesa hablar de sus peripecias como embotellador de Tiempo.
Martín se convenció de que si embotellaba Tiempo su esencia le sería revelada. Cualquier ingeniero podría haberle dicho que estaba poniendo el carro delante de los caballos, pero sospecho que no lo hubiera escuchado; cuando uno quiere embotellar Tiempo no quiere realmente saber nada de ciencia y técnica, aunque crea lo contrario. Por meses trató de imaginar artefactos y métodos, que pronto se le revelaban ridículos e inocuos. Tuvo que cambiar el enfoque. Al final se decidió por improvisar una máquina real, que iba creciendo a medida que encontraba chucherías por ahí que le parecían adecuadas (el taller de la esquina era un proveedor habitual). Solo cuando la máquina le pareció lo suficientemente compleja como para que fuera plausible que hiciera algo interesante se decidió a probarla. No es que tuviera un resultado en mente, esperaba que lo que ocurriera le diese la clave de cómo seguir. 'Encender' el aparato consistía en meter dos alambres que asomaban de la máquina en el enchufe, uno en cada agujero, enguantado con dos bolsas de supermercado porque bien sabía que aquello era peligroso. Lo hizo. Que el resultado no involucraba en absoluto el embotellado de Tiempo saltaba a la vista. Saltó además una brusca chispa azul, saltaron los tapones de la casa y saltó el propio Martín, por voluntad del chispazo pese a las precauciones y con un dolor en las coyunturas de las muñecas que lo acompañó por horas. Tambien provocó el griterío histérico de su madre y la prohibición paterna de hacer experimentos con electricidad, impuesta con la dureza que los sustos inducen en los padres.
El Tiempo fue sometiendo a Martín a ese proceso de negación de sí mismo que muchos llaman 'madurar', y pronto recordaría aquellas experiencias con indulgencia algo avergonzada. De a poco fue aprendiendo a hablar el idioma de los demás, se fue amoldando a las expectativas ajenas y fue acostumbrándose a formularse sólo preguntas 'útiles'. Atravesó las dichas y penurias que se atraviesan en la vida y que no voy a narrar porque cualquiera puede verlas por ahí, en las novelas o en las letras de los tangos. Lo que sí importa contar es que al filo de los cuarenta conoció a Analía y supo que le había estado llamando 'enamorarse' a procesos que no merecían semejante honor. Analía era bellísima, por supuesto, y disfrutaba de las cosas con la sensualidad sin censuras de los chicos. Para Martín lo más hermoso era que no sentía pudor de estar desnudo con ella, y no hablo de la ausencia de tela tapando piel.
Analía le dijo por teléfono que había conseguido Drambuie, ese licor que ella encontraba delicioso sin comparaciones posibles del que tanto le había hablado, y Martín tuvo una inspiración súbita y feliz: la invitó a probar el manjar sentados en el tronco del parque de los eucaliptos, aquel del barrio de su infancia. Cuando llegaron el sol estaba alto y pasó como siempre: la charla desvanece al mundo y cuando se quieren acordar está atardeciendo. El que lo nota es Martín, porque de golpe ahí está otra vez esa sensación que parece haber perforado los años y alojarse incorrupta en su pecho, quemándoselo. Se lo está por decir a Analía, pero ella de pronto recuerda la botella que lleva en su mochila y la saca junto con dos vasitos de licor, con la sonrisa de quien está por hacer una travesura. No puede decir nada porque es hermoso verla servir delicadamente y disfrutar de la tenue viscosidad del Drambuie acomodándose en el vaso. El sol incendia los cabellos de Analía y revela una transparencia inesperada y ámbar en los más sueltos. Los dos toman el primer sorbo simultáneamente, y los sabores estallan en la boca de Martín, como lo hacen los colores entre los árboles y la sonrisa deslumbrante de Analía, que brilla por su cuenta. En la mirada enamorada de Analía caben todos los atardeceres. De golpe la sensación ya no le quema, una certidumbre lo golpea de un modo casi físico; queda en una semisonrisa de labios relajados y ojos lagrimeantes. Analía no necesitará palabras para preguntarle, le bastará un sutil cambio en sus cejas, y Martín le contestará con la poca voz que sus emociones le permitan: - Estoy embotellando Tiempo.
viernes, 9 de abril de 2010
Esto no va a quedar así
Te despierta el ruido a vidrio roto y no tardás ni un segundo en pasar del desconcierto a la furia. De un manotazo encendés el velador, salís de la cama en cueros y pantalón piyama, te calzás las ojotas y encarás para la puerta. El bochinche hizo ladrar a los perros del barrio. Clara te pregunta mil veces qué vas a hacer, pero sólo oís la sangre golpeando en tus oídos. A la carrera agarrás las llaves de casa y del auto y, en un rapto de inspiración, un buzo que hay sobre una silla. A la enésima pregunta de Clara decís (no gritás, pero es como si rugieras) -Voy a reventar al hijo de puta- y salís de la casa.
Sabés que no puede estar muy lejos, que va por la avenida Güemes en su patética bicicleta, desandando los cinco kilómetros que hizo desde su casa en el centro de Mosconi sólo para romper tu ventana de un ladrillazo, así que te tomás un rato para calmarte. Ya sentado al volante de tu dodge te mentís diciéndote que te calmás para actuar racionalmente, que vas a darle un susto para que le quede claro que con vos no se jode, pero en realidad sólo estás esperando que se te pase la furia ciega que te hubiera hecho chocar contra el único poste de alumbrado, y te quede un odio cristalino bajo el que sos un arma implacable. Ya las manos casi no te tiemblan, el buzo está en el asiento del acompañante, y te sacás las ojotas para tener máxima sensibilidad en los pedales. Calculás que el ex de Clara habrá hecho medio kilómetro y decidís que lo vas a alcanzar a la altura del puente. Arrancás levantando un poco de tierra.
Mosconi podría ser la última localidad del conurbano o el primer caserío pampeano. La avenida Güemes es en realidad una ruta, la única vía asfaltada y relativamente bien iluminada de la zona, y para vos son una ventaja esos cuatro kilómetros sin lomos de burro. A esa hora nadie circula (cada dos horas pasa Autotransportes Güemes, a toda máquina, haciendo vibrar hasta el último bulón). Acelerás a fondo. Pensás en Clara llorando, es como si estuvieras viendo las barbaridades que sabés que le hizo, y sin querer apretás fuerte el volante, como anclándote de este lado de la furia, sujetado por un último hilito. El tipo es uno de esos por los que las feministas radicales inventaron la categoría “clase fálica”, concepto que te revienta. El tipo es de los que se paran ante las cosas y la gente con aires de patrón, todavía se cree dueño de Clara. El tipo es de los que sólo están seguros si se les teme, y por eso sabés que es un gran cagón. Un hombre con pelotas se arriesga a buscar que su mujer lo quiera, no la retiene con miedo. Pero sabés que tenés que ser prudente, la comisaría es terreno hostil. Sabés que el padre del sorete que ya divisás como una lucecita anudó con la yuta de Mosconi un entendimiento en tiempos en que los cagones estrecharon filas para reventar a los soñadores, y viste por vos mismo que esa camaradería cagona extiende sus tentáculos de algún modo hasta los tribunales de Morón. Estás solo en esto.
Al final del puente está Arturo Becerro, calle tan ignota como el procer homenajeado, estrecha, tortuosa y sin casas. Querés que se escape por ahí, arreglándose con la lamparita de su bicicleta y quedando a merced de las los faros de tu dodge. Te sobra velocidad para alcanzarlo ahí, y la bajás con estilo: apretás el embrague a fondo, ponés las luces altas y usás el acelerador teatralmente, haciendo rugir y ronronear al motor como un león furioso. El tipo mira para atrás y acelera desesperado, ya es tuyo. Como esperabas se tira por Becerro. Vos frenás del todo, ponés primera y entrás arando y haciendo un nubarrón de tierra que las luces del dodge (vos te das cuenta) hacen lucir siniestro. Tu jugada fue racional y perversa: en Güemes sólo podías atropellarlo o pasar de largo, pero Becerro ofrece una falsa igualación donde podés justificar hacer tronar tu motor siempre en primera, siempre encima del tipo, alumbrándolo con las luces altas y convirtiéndolo en víctima de thriller hollywoodense. Cada tanto mira estúpidamente para atrás, sólo para encandilarse y aterrarse.
El tipo se mete por una picada por la que tu auto no pasa y disfrutás pensando en cómo se va a embarrar. Conocés esos caminos mucho mejor que él y vas a esperarlo a la desembocadura. Apagás el auto. Descubrís que al rato de estar a oscuras se distinguen contornos en escala de grises: está nublado, y las nubes hacen de pantalla de las luces de Buenos Aires anaranjándose al este. La espera se te hace larga y por un momento temés que en un chispazo de inteligencia haya pegado la vuelta, pero tenés que aguantar la carcajada cuando lo ves por fin asomar, apeado de la bicicleta, con la luz apagada y seguramente mucho más embarrado y cagado en las patas que en tus mejores fantasías. El tipo se dispone a echarse a andar y vos, que estás hecho un artista del pánico, encendés luces altas y motor de un saque magistral (tenés que reconocer que el autito se re porta). Las luces muestran todo su barro y su terror, a su primer intento de subirse a la bicicleta cae patéticamente, y al segundo sale a toda carrera. Salís otra vez en primera, siempre haciendo sonar el auto como largada de TC, hasta que el tipo vuelve a meterse en una picada. Esta picada se bifurca y ya te aburriste, te parece que ya tiene bastante material menoscabante en el cuerpo y empezás a volverte.
Ya casi sobre Güemes caés en la cuenta de que, haga lo que haga, va a tener que salir por Becerro, y eso refresca tu apetencia de venganza. Todavía podés darle un buen susto final con algo mínimo, algo que cuando llegue a su casa mugriento y lastimado realmente lo haga odiarse. Ponés el auto de culata entre unos arbustos, a veinte metros de Güemes. Sabés que no te va a ver hasta último momento, que encendiendo y apagando la luz de giro justo cuando pase por delante podés llegar hasta a tirarlo de la bicicleta. Te acomodás, sabés que la espera va a ser larga. Ves el buzo en el asiento del acompañante y caés en la cuenta de que tenés frío. Te lo ponés. Una satisfacción perversa te inunda y te recorre, pero bien sabés que no estás hecho: ves desfilar por tu memoria los miedos de Clara y de tu hermana, el auto de tus viejos ardiendo, tantos testigos que no atestiguan porque 'no quieren quilombo', las causas penales que misteriosamente se empantanan... Y el hambre vuelve. Paciencia, ya va a asomar.
Ya perdiste la noción del tiempo; hace frío y te caés de sueño sobre el volante. Si tarda tanto en volverse, pensás, debe estar realmente aterrado. O tal vez rompió su bicicleta por alguna picada y quedó a pie. El rugido lejano de un Autotransportes Güemes a toda marcha te despabila y entendés que ya querés volverte; te desperezás, te acomodás en el asiento y estás por echar mano al encendido cuando ves encenderse la luz de la bicicleta; el tipo se trepó a ella y empieza a pedalear como para la medalla olímpica, como no pudiendo creer que el camino está libre y tratando de ganar la avenida antes de que el milagro se desvanezca. Entre tanto el colectivo se ha hecho más que audible, ya es un estruendo que avanza a Mosconi con algún par de pasajeros somniolentos, con el misterioso apuro de los choferes a la madrugada. Te acomodás, ponés la mano sobre la luz de giro, el tipo está pasando frente a vos, a toda carrera, las chapas y las tuercas del bondi se quejan a metros de la esquina, y presentís que empuñás una escopeta de doble caño. Y disparás.
El tipo se tapa la cara con un brazo, como si la luz de giro le quemase la vista, y recorre los veinte metros hasta la esquina así, ciego y a la carrera. Ya sobre Güemes, ya siendo el colectivo el que lo alumbra, ya sin tiempo ni para bocina ni para freno, y todavía estúpidamente con el brazo en la cara, es engullido por el monstruo. El típico golpeteo de la suspensión en los lomos de burro no deja lugar a dudas. El micro frena a una buena cincuentena de metros. Desde el dodge ves apenas un bollo que no permite distinguir tipo y bicicleta. Con el motor aún encendido el chofer baja y corre hacia el amasijo, pero a mitad de camino para en seco y se da vuelta. Está flexionado, con las manos en los muslos. Entonces te caen las fichas: 'lo maté', te decís, y lo repetís incrédulo. El chofer vuelve a su micro, seguramente para llamar a la policía, y te das cuenta de que es hora de esfumarte. Con el motor del Güemes encendido y el chofer aturdido en su cabina, mirando para Mosconi, nadie va a verte pasar. Encendés el motor con cautela, ponés primera y arrancás con sigilo, sin nubes de polvo ni rugidos. Pasás con cuidado de no tocar ni mirar el amasijo y tomás Güemes hacia tu casa. 'Lo maté'. Sabés que te vas a llevar tu secreto a la tumba; a Clara le vas a decir que lo insultaste por la ventanilla y despues te fuiste a la rotonda YPF a putear a los gritos hasta que se te pasó. 'Lo maté', no podés parar de decirte. 'Lo maté... Con la luz de giro'. Y no podés evitar una sonrisa ni, en seguida, la carcajada.
Sabés que no puede estar muy lejos, que va por la avenida Güemes en su patética bicicleta, desandando los cinco kilómetros que hizo desde su casa en el centro de Mosconi sólo para romper tu ventana de un ladrillazo, así que te tomás un rato para calmarte. Ya sentado al volante de tu dodge te mentís diciéndote que te calmás para actuar racionalmente, que vas a darle un susto para que le quede claro que con vos no se jode, pero en realidad sólo estás esperando que se te pase la furia ciega que te hubiera hecho chocar contra el único poste de alumbrado, y te quede un odio cristalino bajo el que sos un arma implacable. Ya las manos casi no te tiemblan, el buzo está en el asiento del acompañante, y te sacás las ojotas para tener máxima sensibilidad en los pedales. Calculás que el ex de Clara habrá hecho medio kilómetro y decidís que lo vas a alcanzar a la altura del puente. Arrancás levantando un poco de tierra.
Mosconi podría ser la última localidad del conurbano o el primer caserío pampeano. La avenida Güemes es en realidad una ruta, la única vía asfaltada y relativamente bien iluminada de la zona, y para vos son una ventaja esos cuatro kilómetros sin lomos de burro. A esa hora nadie circula (cada dos horas pasa Autotransportes Güemes, a toda máquina, haciendo vibrar hasta el último bulón). Acelerás a fondo. Pensás en Clara llorando, es como si estuvieras viendo las barbaridades que sabés que le hizo, y sin querer apretás fuerte el volante, como anclándote de este lado de la furia, sujetado por un último hilito. El tipo es uno de esos por los que las feministas radicales inventaron la categoría “clase fálica”, concepto que te revienta. El tipo es de los que se paran ante las cosas y la gente con aires de patrón, todavía se cree dueño de Clara. El tipo es de los que sólo están seguros si se les teme, y por eso sabés que es un gran cagón. Un hombre con pelotas se arriesga a buscar que su mujer lo quiera, no la retiene con miedo. Pero sabés que tenés que ser prudente, la comisaría es terreno hostil. Sabés que el padre del sorete que ya divisás como una lucecita anudó con la yuta de Mosconi un entendimiento en tiempos en que los cagones estrecharon filas para reventar a los soñadores, y viste por vos mismo que esa camaradería cagona extiende sus tentáculos de algún modo hasta los tribunales de Morón. Estás solo en esto.
Al final del puente está Arturo Becerro, calle tan ignota como el procer homenajeado, estrecha, tortuosa y sin casas. Querés que se escape por ahí, arreglándose con la lamparita de su bicicleta y quedando a merced de las los faros de tu dodge. Te sobra velocidad para alcanzarlo ahí, y la bajás con estilo: apretás el embrague a fondo, ponés las luces altas y usás el acelerador teatralmente, haciendo rugir y ronronear al motor como un león furioso. El tipo mira para atrás y acelera desesperado, ya es tuyo. Como esperabas se tira por Becerro. Vos frenás del todo, ponés primera y entrás arando y haciendo un nubarrón de tierra que las luces del dodge (vos te das cuenta) hacen lucir siniestro. Tu jugada fue racional y perversa: en Güemes sólo podías atropellarlo o pasar de largo, pero Becerro ofrece una falsa igualación donde podés justificar hacer tronar tu motor siempre en primera, siempre encima del tipo, alumbrándolo con las luces altas y convirtiéndolo en víctima de thriller hollywoodense. Cada tanto mira estúpidamente para atrás, sólo para encandilarse y aterrarse.
El tipo se mete por una picada por la que tu auto no pasa y disfrutás pensando en cómo se va a embarrar. Conocés esos caminos mucho mejor que él y vas a esperarlo a la desembocadura. Apagás el auto. Descubrís que al rato de estar a oscuras se distinguen contornos en escala de grises: está nublado, y las nubes hacen de pantalla de las luces de Buenos Aires anaranjándose al este. La espera se te hace larga y por un momento temés que en un chispazo de inteligencia haya pegado la vuelta, pero tenés que aguantar la carcajada cuando lo ves por fin asomar, apeado de la bicicleta, con la luz apagada y seguramente mucho más embarrado y cagado en las patas que en tus mejores fantasías. El tipo se dispone a echarse a andar y vos, que estás hecho un artista del pánico, encendés luces altas y motor de un saque magistral (tenés que reconocer que el autito se re porta). Las luces muestran todo su barro y su terror, a su primer intento de subirse a la bicicleta cae patéticamente, y al segundo sale a toda carrera. Salís otra vez en primera, siempre haciendo sonar el auto como largada de TC, hasta que el tipo vuelve a meterse en una picada. Esta picada se bifurca y ya te aburriste, te parece que ya tiene bastante material menoscabante en el cuerpo y empezás a volverte.
Ya casi sobre Güemes caés en la cuenta de que, haga lo que haga, va a tener que salir por Becerro, y eso refresca tu apetencia de venganza. Todavía podés darle un buen susto final con algo mínimo, algo que cuando llegue a su casa mugriento y lastimado realmente lo haga odiarse. Ponés el auto de culata entre unos arbustos, a veinte metros de Güemes. Sabés que no te va a ver hasta último momento, que encendiendo y apagando la luz de giro justo cuando pase por delante podés llegar hasta a tirarlo de la bicicleta. Te acomodás, sabés que la espera va a ser larga. Ves el buzo en el asiento del acompañante y caés en la cuenta de que tenés frío. Te lo ponés. Una satisfacción perversa te inunda y te recorre, pero bien sabés que no estás hecho: ves desfilar por tu memoria los miedos de Clara y de tu hermana, el auto de tus viejos ardiendo, tantos testigos que no atestiguan porque 'no quieren quilombo', las causas penales que misteriosamente se empantanan... Y el hambre vuelve. Paciencia, ya va a asomar.
Ya perdiste la noción del tiempo; hace frío y te caés de sueño sobre el volante. Si tarda tanto en volverse, pensás, debe estar realmente aterrado. O tal vez rompió su bicicleta por alguna picada y quedó a pie. El rugido lejano de un Autotransportes Güemes a toda marcha te despabila y entendés que ya querés volverte; te desperezás, te acomodás en el asiento y estás por echar mano al encendido cuando ves encenderse la luz de la bicicleta; el tipo se trepó a ella y empieza a pedalear como para la medalla olímpica, como no pudiendo creer que el camino está libre y tratando de ganar la avenida antes de que el milagro se desvanezca. Entre tanto el colectivo se ha hecho más que audible, ya es un estruendo que avanza a Mosconi con algún par de pasajeros somniolentos, con el misterioso apuro de los choferes a la madrugada. Te acomodás, ponés la mano sobre la luz de giro, el tipo está pasando frente a vos, a toda carrera, las chapas y las tuercas del bondi se quejan a metros de la esquina, y presentís que empuñás una escopeta de doble caño. Y disparás.
El tipo se tapa la cara con un brazo, como si la luz de giro le quemase la vista, y recorre los veinte metros hasta la esquina así, ciego y a la carrera. Ya sobre Güemes, ya siendo el colectivo el que lo alumbra, ya sin tiempo ni para bocina ni para freno, y todavía estúpidamente con el brazo en la cara, es engullido por el monstruo. El típico golpeteo de la suspensión en los lomos de burro no deja lugar a dudas. El micro frena a una buena cincuentena de metros. Desde el dodge ves apenas un bollo que no permite distinguir tipo y bicicleta. Con el motor aún encendido el chofer baja y corre hacia el amasijo, pero a mitad de camino para en seco y se da vuelta. Está flexionado, con las manos en los muslos. Entonces te caen las fichas: 'lo maté', te decís, y lo repetís incrédulo. El chofer vuelve a su micro, seguramente para llamar a la policía, y te das cuenta de que es hora de esfumarte. Con el motor del Güemes encendido y el chofer aturdido en su cabina, mirando para Mosconi, nadie va a verte pasar. Encendés el motor con cautela, ponés primera y arrancás con sigilo, sin nubes de polvo ni rugidos. Pasás con cuidado de no tocar ni mirar el amasijo y tomás Güemes hacia tu casa. 'Lo maté'. Sabés que te vas a llevar tu secreto a la tumba; a Clara le vas a decir que lo insultaste por la ventanilla y despues te fuiste a la rotonda YPF a putear a los gritos hasta que se te pasó. 'Lo maté', no podés parar de decirte. 'Lo maté... Con la luz de giro'. Y no podés evitar una sonrisa ni, en seguida, la carcajada.
jueves, 1 de abril de 2010
La Ciencia y el Chaque Heure. Hoy: Flexibilidad Laboral
La Ciencia y el Chaque Heure es la columna de divulgación científica de Bituin Noumor.
Respecto de las presuntas bondades de la flexibilidad laboral hay dos grupos sociales para quienes no hay nada que discutir. Si usted es un economista de la city o afín, usted cree firmemente que los mercados son La Respuesta a Todas Las Preguntas y seguir leyendo esto le representará una pérdida de tiempo. Por otra parte, si para usted los economistas de la city son sujetos despreciables e indignos de toda confianza por definición (grupo al que pertenezco) tal vez este documento le resulte entretenido, pero no muy revelador. Mi interés sin embargo es esa enorme mayoría de gente cuyos intereses no pasan por la teoría económica y se ve forzada a tomar partido, si lo hace, creyendo en referentes. Frente a ellos mi escuela está en franca desventaja, porque los economistas de la city y afines han tenido una viveza publicitaria muy efectiva: presentarse ante la sociedad como científicos. Alguien abre el diario y se entera de que un matemático se ganó el premio nobel de economía por haber elaborado la Teoría X, y vaya usted a discutirle. Igual que en las publicidades de jabon en polvo, basta con dar garantías de que algo está “científicamente demostrado” para clausurar todo debate y acusar de oscurantista a quien se atreva a ofrecer resistencia. Espero ser muy claro en mi crítica: voy a analizar esto como científico, no pongo en duda la disciplina. Pero a la hora de divulgar los hallazgos de la ciencia se recurre a una falacia; no existe tal cosa como “hechos científicamente demostrados”. Es al reves, son las teorías y los modelos los que deben someterse al juicio de los hechos, y las sentencias siempre son provisorias.
Entremos en materia. Nuestro objeto de estudio es eso que llaman “mercado laboral”. La mercancía: horas de trabajo humano, cuyo precio se conoce como “salario”. En ese mercado un grupo de gente oferta su fuerza de trabajo y las empresas la compran como un insumo más. O sea, los laburantes proveen la “oferta” y las empresas la “demanda”. Quienes intentan vender su fuerza de trabajo y no lo logran son los “desempleados”. El modelo que usan los economistas de la city y afines es, naturalmente, la “ley de la oferta y la demanda”, que tiene una formulación matemática muy elegante pero que voy a sintetizar en: a mayor el precio mayor la oferta y menor la demanda. Y aquí el brillante argumento: cuando los gobiernos populistas y los sindicatos codiciosos (uso sus términos) imponen al mercado salarios demasiado elevados la oferta es mayor que la demanda, por lo tanto muchos trabajadores no podrán vender su fuerza de trabajo y el desempleo será elevado. Solución: librar el salario a las “fuerzas del mercado”, para que baje lo suficiente para desalentar la oferta. De esa manera, razonan, todos los que buscan trabajo lo tendrán y no habrá desempleo. Así de simple, científico y brutal.
Quienes no hayan tenido contacto con literatura económica pero sí hayan buscado trabajo seguramente sintieron que desde el comienzo del párrafo anterior algo estaba completamente fuera de lugar. Cuando uno busca trabajo lo último que siente es ser el oferente, la propia expresión “buscar trabajo” lo demuestra. ¿No lee uno a la sección “ofertas de trabajo” de los clasificados? Sin embargo la estructura lógica del razonamiento luce impecable. Científica. ¡Y lo es! El punto es que todo razonamiento, por riguroso que sea, parte de hipótesis. Hay que suponer cosas, y para ese paso la ciencia no ofrece método. Cuando uno decide suponer que el mercado laboral está regido por la ley de la oferta y la demanda está suponiendo cosas muy fuertes acerca de las empresas y, sobre todo, de los laburantes. Y en ese primer paso en que la ciencia es impotente (sí, impotente) es donde entran en juego inevitablemente consideraciones ideológicas.
La ley de la oferta y la demanda es un modelo científico para estudiar las transacciones comerciales. De hecho es el más simple de todos, y por eso el más estudiado. Por supuesto que solo quienes hayan desoído mi consejo y leído hasta acá entre indignaciones pueden ser tan fanáticos para suponer que el modelo más simple funciona siempre bien y sin excepciones. Por empezar, y sin entrar en consideraciones técnicas como la asimetría de la información y otras imperfecciones bien estudiadas de los mercados, para que la lógica oferta-demanda tenga sentido la transacción debe ser absolutamente opcional para ambas partes. Pongamos un ejemplo: supongamos que tengo un auto. Quedarme con él tiene para mí un valor porque me sirve, así que si pretenden pagarme demasiado poco por él simplemente me lo quedo y lo uso. A los posibles compradores les gustaría viajar en auto, pero si pido demasiado por deshacerme de él preferirán seguir viajando en colectivo. El mercado de trabajo carece de este requisito elemental: para un laburante, incluso un profesional de altos ingresos, vender su fuerza de trabajo es la única opción que tiene para comer, pagar los servicios, irse de vacaciones. La fuerza de trabajo no vendida carece por completo de valor. Pero los economistas de la city y afines no creen eso: creen que el tiempo que uno no gasta trabajando en una empresa lo disfruta como “ocio” y le llaman al salario no ganado por quedarse en casa “precio del ocio”, que el laburante “paga” por holgazanear. O sea, y usando sus términos, si el salario es lo bastante bajo los trabajadores preferirán “comprar ocio”, que está barato, y quedarse en casa. Esto es una postura claramente ideológica. ¿Le suena la frase “en este país no trabaja el que no quiere”?
Esta (im)postura de los economistas de la city y afines es particularmente sorprendente cuando se tiene en cuenta la teoría a la que ellos mismos adscriben para estudiar los patrones de consumo y ahorro de la gente, punto sobre el que existe evidencia empírica abrumadora y probablemente el único en toda la macroeconomía en que todas las escuelas de pensamiento están de acuerdo (acá los economistas de la city cuentan como una escuela). Esta teoría afirma que la gente decide cuánto consumir y cuánto ahorrar no de acuerdo a su ingreso actual sino al ingreso promedio esperado para toda la vida e incluso planeando dejar herencia. Como quienes gastan y ahorran lo hacen esencialmente con el dinero que ganan laburando, la más elemental coherencia exige una compatibilidad entre la actitud ante los gastos y ante la búsqueda de ingresos. Veamos cómo razona un economista decente como el premio nobel e insospechado de todo comunismo Joseph Stiglitz: en su trabajo “Unemployement and Wage Rigidity when Labor Supply is a Household Decision” (un paper matemáticamente impecable) hace la suposición de que el plan de ingresos y gastos se hace en los hogares. Si en un hogar trabaja uno solo, y en un momento el salario baja de modo que no le permite a esa familia mantener su tren de vida, más miembros de la familia saldrán a buscar trabajo. Como consecuencia, se invierte el razonamiento ortodoxo: ¡Una baja del salario puede aumentar el desempleo!
Y hablando de (im)posturas: ¿Qué ocurre si el sostén de un hogar finalmente se rinde y no busca más trabajo? ¿Qué hace de su vida? Esa persona, es cierto, no cuenta como desempleada; a ella debe aplicársele una categoría que no entra en el lenguaje de los ortodoxos: pasa a ser un excluído. Una persona que no se valora, y sobre todo, que no tiene nada que perder. Entonces los mismos economistas de la city y afines se asustan y claman por “seguridad”, es decir, cuarentena de la casta que ellos mismos contribuyeron tan eficientemente a crear.
Hay algo que me intriga cada vez que pienso en estas cosas. Si usted es un economista de la city y aguantó hasta acá, le pregunto: pese a su preciosa casa, su(s) auto(s) y sus contactos usted es seguramente un asalariado. Es, si me permite la insolencia, un proletario. ¿Qué haría usted de su vida si le redujeran el salario a la décima parte? ¿Compraría mucho ocio aprovechando la ganga? ¿Está usted dispuesto a aplicar a su persona sus tan científicos modelos?
Respecto de las presuntas bondades de la flexibilidad laboral hay dos grupos sociales para quienes no hay nada que discutir. Si usted es un economista de la city o afín, usted cree firmemente que los mercados son La Respuesta a Todas Las Preguntas y seguir leyendo esto le representará una pérdida de tiempo. Por otra parte, si para usted los economistas de la city son sujetos despreciables e indignos de toda confianza por definición (grupo al que pertenezco) tal vez este documento le resulte entretenido, pero no muy revelador. Mi interés sin embargo es esa enorme mayoría de gente cuyos intereses no pasan por la teoría económica y se ve forzada a tomar partido, si lo hace, creyendo en referentes. Frente a ellos mi escuela está en franca desventaja, porque los economistas de la city y afines han tenido una viveza publicitaria muy efectiva: presentarse ante la sociedad como científicos. Alguien abre el diario y se entera de que un matemático se ganó el premio nobel de economía por haber elaborado la Teoría X, y vaya usted a discutirle. Igual que en las publicidades de jabon en polvo, basta con dar garantías de que algo está “científicamente demostrado” para clausurar todo debate y acusar de oscurantista a quien se atreva a ofrecer resistencia. Espero ser muy claro en mi crítica: voy a analizar esto como científico, no pongo en duda la disciplina. Pero a la hora de divulgar los hallazgos de la ciencia se recurre a una falacia; no existe tal cosa como “hechos científicamente demostrados”. Es al reves, son las teorías y los modelos los que deben someterse al juicio de los hechos, y las sentencias siempre son provisorias.
Entremos en materia. Nuestro objeto de estudio es eso que llaman “mercado laboral”. La mercancía: horas de trabajo humano, cuyo precio se conoce como “salario”. En ese mercado un grupo de gente oferta su fuerza de trabajo y las empresas la compran como un insumo más. O sea, los laburantes proveen la “oferta” y las empresas la “demanda”. Quienes intentan vender su fuerza de trabajo y no lo logran son los “desempleados”. El modelo que usan los economistas de la city y afines es, naturalmente, la “ley de la oferta y la demanda”, que tiene una formulación matemática muy elegante pero que voy a sintetizar en: a mayor el precio mayor la oferta y menor la demanda. Y aquí el brillante argumento: cuando los gobiernos populistas y los sindicatos codiciosos (uso sus términos) imponen al mercado salarios demasiado elevados la oferta es mayor que la demanda, por lo tanto muchos trabajadores no podrán vender su fuerza de trabajo y el desempleo será elevado. Solución: librar el salario a las “fuerzas del mercado”, para que baje lo suficiente para desalentar la oferta. De esa manera, razonan, todos los que buscan trabajo lo tendrán y no habrá desempleo. Así de simple, científico y brutal.
Quienes no hayan tenido contacto con literatura económica pero sí hayan buscado trabajo seguramente sintieron que desde el comienzo del párrafo anterior algo estaba completamente fuera de lugar. Cuando uno busca trabajo lo último que siente es ser el oferente, la propia expresión “buscar trabajo” lo demuestra. ¿No lee uno a la sección “ofertas de trabajo” de los clasificados? Sin embargo la estructura lógica del razonamiento luce impecable. Científica. ¡Y lo es! El punto es que todo razonamiento, por riguroso que sea, parte de hipótesis. Hay que suponer cosas, y para ese paso la ciencia no ofrece método. Cuando uno decide suponer que el mercado laboral está regido por la ley de la oferta y la demanda está suponiendo cosas muy fuertes acerca de las empresas y, sobre todo, de los laburantes. Y en ese primer paso en que la ciencia es impotente (sí, impotente) es donde entran en juego inevitablemente consideraciones ideológicas.
La ley de la oferta y la demanda es un modelo científico para estudiar las transacciones comerciales. De hecho es el más simple de todos, y por eso el más estudiado. Por supuesto que solo quienes hayan desoído mi consejo y leído hasta acá entre indignaciones pueden ser tan fanáticos para suponer que el modelo más simple funciona siempre bien y sin excepciones. Por empezar, y sin entrar en consideraciones técnicas como la asimetría de la información y otras imperfecciones bien estudiadas de los mercados, para que la lógica oferta-demanda tenga sentido la transacción debe ser absolutamente opcional para ambas partes. Pongamos un ejemplo: supongamos que tengo un auto. Quedarme con él tiene para mí un valor porque me sirve, así que si pretenden pagarme demasiado poco por él simplemente me lo quedo y lo uso. A los posibles compradores les gustaría viajar en auto, pero si pido demasiado por deshacerme de él preferirán seguir viajando en colectivo. El mercado de trabajo carece de este requisito elemental: para un laburante, incluso un profesional de altos ingresos, vender su fuerza de trabajo es la única opción que tiene para comer, pagar los servicios, irse de vacaciones. La fuerza de trabajo no vendida carece por completo de valor. Pero los economistas de la city y afines no creen eso: creen que el tiempo que uno no gasta trabajando en una empresa lo disfruta como “ocio” y le llaman al salario no ganado por quedarse en casa “precio del ocio”, que el laburante “paga” por holgazanear. O sea, y usando sus términos, si el salario es lo bastante bajo los trabajadores preferirán “comprar ocio”, que está barato, y quedarse en casa. Esto es una postura claramente ideológica. ¿Le suena la frase “en este país no trabaja el que no quiere”?
Esta (im)postura de los economistas de la city y afines es particularmente sorprendente cuando se tiene en cuenta la teoría a la que ellos mismos adscriben para estudiar los patrones de consumo y ahorro de la gente, punto sobre el que existe evidencia empírica abrumadora y probablemente el único en toda la macroeconomía en que todas las escuelas de pensamiento están de acuerdo (acá los economistas de la city cuentan como una escuela). Esta teoría afirma que la gente decide cuánto consumir y cuánto ahorrar no de acuerdo a su ingreso actual sino al ingreso promedio esperado para toda la vida e incluso planeando dejar herencia. Como quienes gastan y ahorran lo hacen esencialmente con el dinero que ganan laburando, la más elemental coherencia exige una compatibilidad entre la actitud ante los gastos y ante la búsqueda de ingresos. Veamos cómo razona un economista decente como el premio nobel e insospechado de todo comunismo Joseph Stiglitz: en su trabajo “Unemployement and Wage Rigidity when Labor Supply is a Household Decision” (un paper matemáticamente impecable) hace la suposición de que el plan de ingresos y gastos se hace en los hogares. Si en un hogar trabaja uno solo, y en un momento el salario baja de modo que no le permite a esa familia mantener su tren de vida, más miembros de la familia saldrán a buscar trabajo. Como consecuencia, se invierte el razonamiento ortodoxo: ¡Una baja del salario puede aumentar el desempleo!
Y hablando de (im)posturas: ¿Qué ocurre si el sostén de un hogar finalmente se rinde y no busca más trabajo? ¿Qué hace de su vida? Esa persona, es cierto, no cuenta como desempleada; a ella debe aplicársele una categoría que no entra en el lenguaje de los ortodoxos: pasa a ser un excluído. Una persona que no se valora, y sobre todo, que no tiene nada que perder. Entonces los mismos economistas de la city y afines se asustan y claman por “seguridad”, es decir, cuarentena de la casta que ellos mismos contribuyeron tan eficientemente a crear.
Hay algo que me intriga cada vez que pienso en estas cosas. Si usted es un economista de la city y aguantó hasta acá, le pregunto: pese a su preciosa casa, su(s) auto(s) y sus contactos usted es seguramente un asalariado. Es, si me permite la insolencia, un proletario. ¿Qué haría usted de su vida si le redujeran el salario a la décima parte? ¿Compraría mucho ocio aprovechando la ganga? ¿Está usted dispuesto a aplicar a su persona sus tan científicos modelos?
La Ciencia y el Chaque Heure
Durante décadas los lectores anglosajones han disfrutado de la célebre columna “Science and the Citizen”, a traves de la que el lego puede acceder a la naturaleza, significancia y alcances del conocimiento científico. Es por eso que Bituín Noumor, a traves de su Redacción y su Departamento de Divulgación Científica (este último un monoambiente) ha decidido iniciar esta columna intitulada “La Ciencia y el Chaque Heure”, auspiciada por la prestigiosa marca de relojes, con el fin de cubrir ese mismo rol para los lectores de habla castellana.
Ahora, una breve pausa: lo dejamos con nuestros auspiciantes.
Agradecemos a los simpáticos muchachos de Les Luthiers, y pasamos al resto de los posts de Bituín Noumor. ¡Véalos, antes de que queden obsoletos!
Ahora, una breve pausa: lo dejamos con nuestros auspiciantes.
Agradecemos a los simpáticos muchachos de Les Luthiers, y pasamos al resto de los posts de Bituín Noumor. ¡Véalos, antes de que queden obsoletos!
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