De chico Martín vivía obsesionado con el Tiempo. Sentía su flujo en la carne insoportablemente, le daba rabia vivir ahogado en él y no poder tocarlo ni conocer su verdadero rostro. Por eso un día decidió embotellarlo.
Esta era la clase de manías que hacía de Martín un solitario sin solución, porque la intención de embotellar Tiempo no es algo de lo que se pueda hablar en los recreos. Ni tampoco eso que le pasaba al caer el sol detrás de los eucaliptos cuando se sentaba en cierto tronco en el parque de su barrio, evento al que acudía todas las veces que lograba convencer a su madre de que no, ya no tenía deberes pendientes. El sol le llegaba filtrado por la cortina móvil de los eucaliptos arrastrando consigo sus fragancias poderosas, y le parecía que el mundo era un criptograma y que ese momento era, de un modo que se le escapaba, la clave que haría todo transparente. Claro que de chico no hubiera podido nombrar aquello con esas palabras, de hecho no lo nombraba con ninguna y la sensación cruda lo invadía y le quemaba por dentro (a veces las palabras funcionan como las asas de un brasero). Podría mencionar muchas otras peculiaridades de Martín pero no quiero irme de tema, porque me interesa hablar de sus peripecias como embotellador de Tiempo.
Martín se convenció de que si embotellaba Tiempo su esencia le sería revelada. Cualquier ingeniero podría haberle dicho que estaba poniendo el carro delante de los caballos, pero sospecho que no lo hubiera escuchado; cuando uno quiere embotellar Tiempo no quiere realmente saber nada de ciencia y técnica, aunque crea lo contrario. Por meses trató de imaginar artefactos y métodos, que pronto se le revelaban ridículos e inocuos. Tuvo que cambiar el enfoque. Al final se decidió por improvisar una máquina real, que iba creciendo a medida que encontraba chucherías por ahí que le parecían adecuadas (el taller de la esquina era un proveedor habitual). Solo cuando la máquina le pareció lo suficientemente compleja como para que fuera plausible que hiciera algo interesante se decidió a probarla. No es que tuviera un resultado en mente, esperaba que lo que ocurriera le diese la clave de cómo seguir. 'Encender' el aparato consistía en meter dos alambres que asomaban de la máquina en el enchufe, uno en cada agujero, enguantado con dos bolsas de supermercado porque bien sabía que aquello era peligroso. Lo hizo. Que el resultado no involucraba en absoluto el embotellado de Tiempo saltaba a la vista. Saltó además una brusca chispa azul, saltaron los tapones de la casa y saltó el propio Martín, por voluntad del chispazo pese a las precauciones y con un dolor en las coyunturas de las muñecas que lo acompañó por horas. Tambien provocó el griterío histérico de su madre y la prohibición paterna de hacer experimentos con electricidad, impuesta con la dureza que los sustos inducen en los padres.
El Tiempo fue sometiendo a Martín a ese proceso de negación de sí mismo que muchos llaman 'madurar', y pronto recordaría aquellas experiencias con indulgencia algo avergonzada. De a poco fue aprendiendo a hablar el idioma de los demás, se fue amoldando a las expectativas ajenas y fue acostumbrándose a formularse sólo preguntas 'útiles'. Atravesó las dichas y penurias que se atraviesan en la vida y que no voy a narrar porque cualquiera puede verlas por ahí, en las novelas o en las letras de los tangos. Lo que sí importa contar es que al filo de los cuarenta conoció a Analía y supo que le había estado llamando 'enamorarse' a procesos que no merecían semejante honor. Analía era bellísima, por supuesto, y disfrutaba de las cosas con la sensualidad sin censuras de los chicos. Para Martín lo más hermoso era que no sentía pudor de estar desnudo con ella, y no hablo de la ausencia de tela tapando piel.
Analía le dijo por teléfono que había conseguido Drambuie, ese licor que ella encontraba delicioso sin comparaciones posibles del que tanto le había hablado, y Martín tuvo una inspiración súbita y feliz: la invitó a probar el manjar sentados en el tronco del parque de los eucaliptos, aquel del barrio de su infancia. Cuando llegaron el sol estaba alto y pasó como siempre: la charla desvanece al mundo y cuando se quieren acordar está atardeciendo. El que lo nota es Martín, porque de golpe ahí está otra vez esa sensación que parece haber perforado los años y alojarse incorrupta en su pecho, quemándoselo. Se lo está por decir a Analía, pero ella de pronto recuerda la botella que lleva en su mochila y la saca junto con dos vasitos de licor, con la sonrisa de quien está por hacer una travesura. No puede decir nada porque es hermoso verla servir delicadamente y disfrutar de la tenue viscosidad del Drambuie acomodándose en el vaso. El sol incendia los cabellos de Analía y revela una transparencia inesperada y ámbar en los más sueltos. Los dos toman el primer sorbo simultáneamente, y los sabores estallan en la boca de Martín, como lo hacen los colores entre los árboles y la sonrisa deslumbrante de Analía, que brilla por su cuenta. En la mirada enamorada de Analía caben todos los atardeceres. De golpe la sensación ya no le quema, una certidumbre lo golpea de un modo casi físico; queda en una semisonrisa de labios relajados y ojos lagrimeantes. Analía no necesitará palabras para preguntarle, le bastará un sutil cambio en sus cejas, y Martín le contestará con la poca voz que sus emociones le permitan: - Estoy embotellando Tiempo.
miércoles, 21 de abril de 2010
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario