Te despierta el ruido a vidrio roto y no tardás ni un segundo en pasar del desconcierto a la furia. De un manotazo encendés el velador, salís de la cama en cueros y pantalón piyama, te calzás las ojotas y encarás para la puerta. El bochinche hizo ladrar a los perros del barrio. Clara te pregunta mil veces qué vas a hacer, pero sólo oís la sangre golpeando en tus oídos. A la carrera agarrás las llaves de casa y del auto y, en un rapto de inspiración, un buzo que hay sobre una silla. A la enésima pregunta de Clara decís (no gritás, pero es como si rugieras) -Voy a reventar al hijo de puta- y salís de la casa.
Sabés que no puede estar muy lejos, que va por la avenida Güemes en su patética bicicleta, desandando los cinco kilómetros que hizo desde su casa en el centro de Mosconi sólo para romper tu ventana de un ladrillazo, así que te tomás un rato para calmarte. Ya sentado al volante de tu dodge te mentís diciéndote que te calmás para actuar racionalmente, que vas a darle un susto para que le quede claro que con vos no se jode, pero en realidad sólo estás esperando que se te pase la furia ciega que te hubiera hecho chocar contra el único poste de alumbrado, y te quede un odio cristalino bajo el que sos un arma implacable. Ya las manos casi no te tiemblan, el buzo está en el asiento del acompañante, y te sacás las ojotas para tener máxima sensibilidad en los pedales. Calculás que el ex de Clara habrá hecho medio kilómetro y decidís que lo vas a alcanzar a la altura del puente. Arrancás levantando un poco de tierra.
Mosconi podría ser la última localidad del conurbano o el primer caserío pampeano. La avenida Güemes es en realidad una ruta, la única vía asfaltada y relativamente bien iluminada de la zona, y para vos son una ventaja esos cuatro kilómetros sin lomos de burro. A esa hora nadie circula (cada dos horas pasa Autotransportes Güemes, a toda máquina, haciendo vibrar hasta el último bulón). Acelerás a fondo. Pensás en Clara llorando, es como si estuvieras viendo las barbaridades que sabés que le hizo, y sin querer apretás fuerte el volante, como anclándote de este lado de la furia, sujetado por un último hilito. El tipo es uno de esos por los que las feministas radicales inventaron la categoría “clase fálica”, concepto que te revienta. El tipo es de los que se paran ante las cosas y la gente con aires de patrón, todavía se cree dueño de Clara. El tipo es de los que sólo están seguros si se les teme, y por eso sabés que es un gran cagón. Un hombre con pelotas se arriesga a buscar que su mujer lo quiera, no la retiene con miedo. Pero sabés que tenés que ser prudente, la comisaría es terreno hostil. Sabés que el padre del sorete que ya divisás como una lucecita anudó con la yuta de Mosconi un entendimiento en tiempos en que los cagones estrecharon filas para reventar a los soñadores, y viste por vos mismo que esa camaradería cagona extiende sus tentáculos de algún modo hasta los tribunales de Morón. Estás solo en esto.
Al final del puente está Arturo Becerro, calle tan ignota como el procer homenajeado, estrecha, tortuosa y sin casas. Querés que se escape por ahí, arreglándose con la lamparita de su bicicleta y quedando a merced de las los faros de tu dodge. Te sobra velocidad para alcanzarlo ahí, y la bajás con estilo: apretás el embrague a fondo, ponés las luces altas y usás el acelerador teatralmente, haciendo rugir y ronronear al motor como un león furioso. El tipo mira para atrás y acelera desesperado, ya es tuyo. Como esperabas se tira por Becerro. Vos frenás del todo, ponés primera y entrás arando y haciendo un nubarrón de tierra que las luces del dodge (vos te das cuenta) hacen lucir siniestro. Tu jugada fue racional y perversa: en Güemes sólo podías atropellarlo o pasar de largo, pero Becerro ofrece una falsa igualación donde podés justificar hacer tronar tu motor siempre en primera, siempre encima del tipo, alumbrándolo con las luces altas y convirtiéndolo en víctima de thriller hollywoodense. Cada tanto mira estúpidamente para atrás, sólo para encandilarse y aterrarse.
El tipo se mete por una picada por la que tu auto no pasa y disfrutás pensando en cómo se va a embarrar. Conocés esos caminos mucho mejor que él y vas a esperarlo a la desembocadura. Apagás el auto. Descubrís que al rato de estar a oscuras se distinguen contornos en escala de grises: está nublado, y las nubes hacen de pantalla de las luces de Buenos Aires anaranjándose al este. La espera se te hace larga y por un momento temés que en un chispazo de inteligencia haya pegado la vuelta, pero tenés que aguantar la carcajada cuando lo ves por fin asomar, apeado de la bicicleta, con la luz apagada y seguramente mucho más embarrado y cagado en las patas que en tus mejores fantasías. El tipo se dispone a echarse a andar y vos, que estás hecho un artista del pánico, encendés luces altas y motor de un saque magistral (tenés que reconocer que el autito se re porta). Las luces muestran todo su barro y su terror, a su primer intento de subirse a la bicicleta cae patéticamente, y al segundo sale a toda carrera. Salís otra vez en primera, siempre haciendo sonar el auto como largada de TC, hasta que el tipo vuelve a meterse en una picada. Esta picada se bifurca y ya te aburriste, te parece que ya tiene bastante material menoscabante en el cuerpo y empezás a volverte.
Ya casi sobre Güemes caés en la cuenta de que, haga lo que haga, va a tener que salir por Becerro, y eso refresca tu apetencia de venganza. Todavía podés darle un buen susto final con algo mínimo, algo que cuando llegue a su casa mugriento y lastimado realmente lo haga odiarse. Ponés el auto de culata entre unos arbustos, a veinte metros de Güemes. Sabés que no te va a ver hasta último momento, que encendiendo y apagando la luz de giro justo cuando pase por delante podés llegar hasta a tirarlo de la bicicleta. Te acomodás, sabés que la espera va a ser larga. Ves el buzo en el asiento del acompañante y caés en la cuenta de que tenés frío. Te lo ponés. Una satisfacción perversa te inunda y te recorre, pero bien sabés que no estás hecho: ves desfilar por tu memoria los miedos de Clara y de tu hermana, el auto de tus viejos ardiendo, tantos testigos que no atestiguan porque 'no quieren quilombo', las causas penales que misteriosamente se empantanan... Y el hambre vuelve. Paciencia, ya va a asomar.
Ya perdiste la noción del tiempo; hace frío y te caés de sueño sobre el volante. Si tarda tanto en volverse, pensás, debe estar realmente aterrado. O tal vez rompió su bicicleta por alguna picada y quedó a pie. El rugido lejano de un Autotransportes Güemes a toda marcha te despabila y entendés que ya querés volverte; te desperezás, te acomodás en el asiento y estás por echar mano al encendido cuando ves encenderse la luz de la bicicleta; el tipo se trepó a ella y empieza a pedalear como para la medalla olímpica, como no pudiendo creer que el camino está libre y tratando de ganar la avenida antes de que el milagro se desvanezca. Entre tanto el colectivo se ha hecho más que audible, ya es un estruendo que avanza a Mosconi con algún par de pasajeros somniolentos, con el misterioso apuro de los choferes a la madrugada. Te acomodás, ponés la mano sobre la luz de giro, el tipo está pasando frente a vos, a toda carrera, las chapas y las tuercas del bondi se quejan a metros de la esquina, y presentís que empuñás una escopeta de doble caño. Y disparás.
El tipo se tapa la cara con un brazo, como si la luz de giro le quemase la vista, y recorre los veinte metros hasta la esquina así, ciego y a la carrera. Ya sobre Güemes, ya siendo el colectivo el que lo alumbra, ya sin tiempo ni para bocina ni para freno, y todavía estúpidamente con el brazo en la cara, es engullido por el monstruo. El típico golpeteo de la suspensión en los lomos de burro no deja lugar a dudas. El micro frena a una buena cincuentena de metros. Desde el dodge ves apenas un bollo que no permite distinguir tipo y bicicleta. Con el motor aún encendido el chofer baja y corre hacia el amasijo, pero a mitad de camino para en seco y se da vuelta. Está flexionado, con las manos en los muslos. Entonces te caen las fichas: 'lo maté', te decís, y lo repetís incrédulo. El chofer vuelve a su micro, seguramente para llamar a la policía, y te das cuenta de que es hora de esfumarte. Con el motor del Güemes encendido y el chofer aturdido en su cabina, mirando para Mosconi, nadie va a verte pasar. Encendés el motor con cautela, ponés primera y arrancás con sigilo, sin nubes de polvo ni rugidos. Pasás con cuidado de no tocar ni mirar el amasijo y tomás Güemes hacia tu casa. 'Lo maté'. Sabés que te vas a llevar tu secreto a la tumba; a Clara le vas a decir que lo insultaste por la ventanilla y despues te fuiste a la rotonda YPF a putear a los gritos hasta que se te pasó. 'Lo maté', no podés parar de decirte. 'Lo maté... Con la luz de giro'. Y no podés evitar una sonrisa ni, en seguida, la carcajada.
viernes, 9 de abril de 2010
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