jueves, 1 de abril de 2010

La Ciencia y el Chaque Heure. Hoy: Flexibilidad Laboral

La Ciencia y el Chaque Heure es la columna de divulgación científica de Bituin Noumor.

Respecto de las presuntas bondades de la flexibilidad laboral hay dos grupos sociales para quienes no hay nada que discutir. Si usted es un economista de la city o afín, usted cree firmemente que los mercados son La Respuesta a Todas Las Preguntas y seguir leyendo esto le representará una pérdida de tiempo. Por otra parte, si para usted los economistas de la city son sujetos despreciables e indignos de toda confianza por definición (grupo al que pertenezco) tal vez este documento le resulte entretenido, pero no muy revelador. Mi interés sin embargo es esa enorme mayoría de gente cuyos intereses no pasan por la teoría económica y se ve forzada a tomar partido, si lo hace, creyendo en referentes. Frente a ellos mi escuela está en franca desventaja, porque los economistas de la city y afines han tenido una viveza publicitaria muy efectiva: presentarse ante la sociedad como científicos. Alguien abre el diario y se entera de que un matemático se ganó el premio nobel de economía por haber elaborado la Teoría X, y vaya usted a discutirle. Igual que en las publicidades de jabon en polvo, basta con dar garantías de que algo está “científicamente demostrado” para clausurar todo debate y acusar de oscurantista a quien se atreva a ofrecer resistencia. Espero ser muy claro en mi crítica: voy a analizar esto como científico, no pongo en duda la disciplina. Pero a la hora de divulgar los hallazgos de la ciencia se recurre a una falacia; no existe tal cosa como “hechos científicamente demostrados”. Es al reves, son las teorías y los modelos los que deben someterse al juicio de los hechos, y las sentencias siempre son provisorias.

Entremos en materia. Nuestro objeto de estudio es eso que llaman “mercado laboral”. La mercancía: horas de trabajo humano, cuyo precio se conoce como “salario”. En ese mercado un grupo de gente oferta su fuerza de trabajo y las empresas la compran como un insumo más. O sea, los laburantes proveen la “oferta” y las empresas la “demanda”. Quienes intentan vender su fuerza de trabajo y no lo logran son los “desempleados”. El modelo que usan los economistas de la city y afines es, naturalmente, la “ley de la oferta y la demanda”, que tiene una formulación matemática muy elegante pero que voy a sintetizar en: a mayor el precio mayor la oferta y menor la demanda. Y aquí el brillante argumento: cuando los gobiernos populistas y los sindicatos codiciosos (uso sus términos) imponen al mercado salarios demasiado elevados la oferta es mayor que la demanda, por lo tanto muchos trabajadores no podrán vender su fuerza de trabajo y el desempleo será elevado. Solución: librar el salario a las “fuerzas del mercado”, para que baje lo suficiente para desalentar la oferta. De esa manera, razonan, todos los que buscan trabajo lo tendrán y no habrá desempleo. Así de simple, científico y brutal.

Quienes no hayan tenido contacto con literatura económica pero sí hayan buscado trabajo seguramente sintieron que desde el comienzo del párrafo anterior algo estaba completamente fuera de lugar. Cuando uno busca trabajo lo último que siente es ser el oferente, la propia expresión “buscar trabajo” lo demuestra. ¿No lee uno a la sección “ofertas de trabajo” de los clasificados? Sin embargo la estructura lógica del razonamiento luce impecable. Científica. ¡Y lo es! El punto es que todo razonamiento, por riguroso que sea, parte de hipótesis. Hay que suponer cosas, y para ese paso la ciencia no ofrece método. Cuando uno decide suponer que el mercado laboral está regido por la ley de la oferta y la demanda está suponiendo cosas muy fuertes acerca de las empresas y, sobre todo, de los laburantes. Y en ese primer paso en que la ciencia es impotente (sí, impotente) es donde entran en juego inevitablemente consideraciones ideológicas.

La ley de la oferta y la demanda es un modelo científico para estudiar las transacciones comerciales. De hecho es el más simple de todos, y por eso el más estudiado. Por supuesto que solo quienes hayan desoído mi consejo y leído hasta acá entre indignaciones pueden ser tan fanáticos para suponer que el modelo más simple funciona siempre bien y sin excepciones. Por empezar, y sin entrar en consideraciones técnicas como la asimetría de la información y otras imperfecciones bien estudiadas de los mercados, para que la lógica oferta-demanda tenga sentido la transacción debe ser absolutamente opcional para ambas partes. Pongamos un ejemplo: supongamos que tengo un auto. Quedarme con él tiene para mí un valor porque me sirve, así que si pretenden pagarme demasiado poco por él simplemente me lo quedo y lo uso. A los posibles compradores les gustaría viajar en auto, pero si pido demasiado por deshacerme de él preferirán seguir viajando en colectivo. El mercado de trabajo carece de este requisito elemental: para un laburante, incluso un profesional de altos ingresos, vender su fuerza de trabajo es la única opción que tiene para comer, pagar los servicios, irse de vacaciones. La fuerza de trabajo no vendida carece por completo de valor. Pero los economistas de la city y afines no creen eso: creen que el tiempo que uno no gasta trabajando en una empresa lo disfruta como “ocio” y le llaman al salario no ganado por quedarse en casa “precio del ocio”, que el laburante “paga” por holgazanear. O sea, y usando sus términos, si el salario es lo bastante bajo los trabajadores preferirán “comprar ocio”, que está barato, y quedarse en casa. Esto es una postura claramente ideológica. ¿Le suena la frase “en este país no trabaja el que no quiere”?

Esta (im)postura de los economistas de la city y afines es particularmente sorprendente cuando se tiene en cuenta la teoría a la que ellos mismos adscriben para estudiar los patrones de consumo y ahorro de la gente, punto sobre el que existe evidencia empírica abrumadora y probablemente el único en toda la macroeconomía en que todas las escuelas de pensamiento están de acuerdo (acá los economistas de la city cuentan como una escuela). Esta teoría afirma que la gente decide cuánto consumir y cuánto ahorrar no de acuerdo a su ingreso actual sino al ingreso promedio esperado para toda la vida e incluso planeando dejar herencia. Como quienes gastan y ahorran lo hacen esencialmente con el dinero que ganan laburando, la más elemental coherencia exige una compatibilidad entre la actitud ante los gastos y ante la búsqueda de ingresos. Veamos cómo razona un economista decente como el premio nobel e insospechado de todo comunismo Joseph Stiglitz: en su trabajo “Unemployement and Wage Rigidity when Labor Supply is a Household Decision” (un paper matemáticamente impecable) hace la suposición de que el plan de ingresos y gastos se hace en los hogares. Si en un hogar trabaja uno solo, y en un momento el salario baja de modo que no le permite a esa familia mantener su tren de vida, más miembros de la familia saldrán a buscar trabajo. Como consecuencia, se invierte el razonamiento ortodoxo: ¡Una baja del salario puede aumentar el desempleo!

Y hablando de (im)posturas: ¿Qué ocurre si el sostén de un hogar finalmente se rinde y no busca más trabajo? ¿Qué hace de su vida? Esa persona, es cierto, no cuenta como desempleada; a ella debe aplicársele una categoría que no entra en el lenguaje de los ortodoxos: pasa a ser un excluído. Una persona que no se valora, y sobre todo, que no tiene nada que perder. Entonces los mismos economistas de la city y afines se asustan y claman por “seguridad”, es decir, cuarentena de la casta que ellos mismos contribuyeron tan eficientemente a crear.

Hay algo que me intriga cada vez que pienso en estas cosas. Si usted es un economista de la city y aguantó hasta acá, le pregunto: pese a su preciosa casa, su(s) auto(s) y sus contactos usted es seguramente un asalariado. Es, si me permite la insolencia, un proletario. ¿Qué haría usted de su vida si le redujeran el salario a la décima parte? ¿Compraría mucho ocio aprovechando la ganga? ¿Está usted dispuesto a aplicar a su persona sus tan científicos modelos?

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