lunes, 8 de septiembre de 2008

Chambones

El tipo me ve sentado enfrente suyo. La oficina, cerrada y sofocante, pone en evidencia que no soy etereo: mi cuello está empapado, mi frente va dejando caer gotitas por las cejas, por la nariz, y pese a la publicidad mi desodorante empieza a abandonarme. Ya he desplegado sobre el escritorio el contenido de mi riñonera. Mi DNI, con foto horrible pero mía, da fe de que zafé de la colimba y de que voté varias veces (me arrepentí de algunos votos, pero eso es otro cantar). Mi cédula ratifica lo básico del DNI. El pasaporte da cuenta de algunos escapes felices y otros no tanto (no de de las respectivas felicidades, pero eso no viene a cuento). Mi licencia de conducir y la llave del auto insinúan el par de puteadas intercambiadas con un tachero camino para acá. La llave de mi oficina narra, para cualquiera que quiera oír, sobre una carrera universitaria abnegada, por fuerza precedida por el paciente soportar de primaria y secundaria. Si este señor pusiera mi nombre en google vería algo de mi obra, humildísima pero tangible. Traigo conmigo evidencia circunstancial de que tengo una hija irresistible, una ex insufrible, un amor indiscutible (los adjetivos no puedo demostrarlos, pero esa es otra historia). No seré Borges ni Gengis Kahn, pero he dejado y sigo dejando huella en este mundo. Pero no hay caso, el funcionario insiste: no puedo iniciar el trámite sin presentar certificado de nacimiento. Legalizado.

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