martes, 9 de septiembre de 2008

Una de milagros

Hago acá una traducción libre (del latín) de una crónica olvidada.

Un hombre a quien muchos tenían por el Mesías convocó a sus fieles a las orillas de una laguna, prometiéndoles que presenciarían un milagro. Durante días, cientos (o tal vez miles) acamparon en el lugar ansiosos de atestiguar aquello, que anticipaban histórico. El profeta apareció el día señalado y, ceremonioso, invitó a la multitud a contemplar el milagro, por gracia de Dios Todopoderoso, que había ido a mostrarles. Se sacó entonces las sandalias y empezó a caminar lentamente sobre las rocas que bordeaban la laguna, poniendo un énfasis en cada paso, como si saboreara la piedra con las plantas de los pies. Se fue acercando a la orilla y al llegar se arrodilló, hundió despacio una mano en el agua y la levantó en forma de cuenco. El agua fue abandonando, cristalina, esa mano que la dejaba escapar suave entre los dedos y hacía llover brevemente sobre esa parte de la laguna. Repitió la operación un par de veces. Finalmente hundió las dos manos y empezó a mojarse la cara y el pelo con voracidad, gozando de los hilos que le iban empapando la túnica y salpicando a los fieles que estaban más cerca.

Los presentes habían contemplado todo aquello pasando trabajosamente del estupor a la burla abierta. Las primeras carcajadas hicieron volver al profeta a este mundo. Se levantó, miró a todos con bondad matizada por el aire de triunfo de quienes ven que todo va como planeaban, y les dijo: -¿Verdad que esperaban otra cosa? Un portento, algo increíble para contar en vuestras aldeas. Seguramente si en vez de caminar sobre las piedras y empaparme con el agua hubiera caminado sobre la laguna y me hubiera zambullido en la roca casi todos estarían de acuerdo en que presenciaron un milagro, y unos pocos se preguntarían cuál era el truco. Pero yo no vine hasta aquí, ni los hice venir a ustedes, para hacer un número de circo. Vine a enseñarles a ver. Ustedes se van a ir hoy de aquí no solo habiendo visto un milagro, van a irse viendo milagros por todas partes. La costumbre, hijos míos, ahoga la maravilla, y que el agua moje y el suelo nos sustente nos resulta de lo más natural. ¡Pero es maravilloso!- (en latín “maravilla” y “milagro” son la misma palabra. Ignoro las licencias que el cronista se haya permitido al narrar en latín lo que vivió en arameo). -¿Es acaso más maravilloso que el agua sustente a un enviado de Dios que el que empape y sacie la sed de todos y cada uno de ustedes? Vengan, métanse al agua, sientan la gracia de Dios en la piel. Aprendan a sentir a Dios al caminar, al respirar, al ver.

A mí me gusta la crónica así, en su versión original. Me parece una pena que los encargados de trasvasarla a los libros que realmente circularon y perpetuaron el nombre de aquel profeta hayan optado por una versión mucho más burda. Sospecho que no confiaron en la inteligencia y sensibilidad de los lectores.

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