domingo, 31 de octubre de 2010

Inseguridad

Hora de almorzar. Mis cosas no van bien, necesito espacio para meditar: un sacramento y al lago del bosque, atrás del estadio de Estudiantes. Si hago de cuenta que las losas horribles no están ahí el paisaje es lo bastante bucólico como para serenarme un poco. Dejo una pila de fotocopias anilladas y libros en un extremo del banco, mi portafolios en el otro, acomodo mi piloto y me siento con vista al lago, listo para hincar el diente y dejarme llevar. En un par de meses a esta hora el lugar se va a llenar, pero todavía el sol no tienta a la gente a aguantarse el frío, así que no hay nadie. Por mí mejor. Doy mi primer mordizco, distraído, dejándome sedar por el brillo bailarín del sol en el lago. Por eso no veo acercarse al pibe.

¿Cuánto tiene? ¿12? ¿13? No viste harapos pero su ropa es muy humilde, aunque se las arregla para ponerle cierta onda. Trae gorra con visera y una sonrisa desfachatada pero compradora. Me pide un poco de mi sandwich. “A mí solo, qué le cuesta.” ¿Qué quiere decir con eso de que a él solo? Recién ahora veo que se acercan varios más, serán seis o siete. De la misma edad, calculo, pero la pobreza les sienta mucho peor. Me pregunto si este que insiste con su pedido será el lider porque sabe sonreír. Porque sin duda es su lider. Miran, los otros, un poco al jefe y un poco a mí, haciendo muecas que trataban de ser sonrisas, ladeando las cabezas con un gesto de paloma desplumada y sin gracia. O de lagartija. Mirada de lagartija. ¿Puede la pobreza hacerle eso a un chico? Mientras el más humano no ha dejado de insistir con su pedido. Le explico que es todo mi almuerzo, insiste con que qué me cuesta, con que a él sólo. Si a él solo, qué hacen sus compañeros-lagartija formando de a poco este semicírculo, esta pinza que de a poco me amenaza. ¿Hay amenaza? ¿Estoy en peligro?

Los chicos-lagartija ya me tienen francamente rodeado. Inconscientemente hago un inventario: mi billetera con unos 500 pesos, mi reloj pulsera, mi blackberry. Me viene a la cabeza una escena de película: una nena como de ocho años, sandwich en mano, se aleja sola de la playa donde sus padres hacen un pick-nick. Andan en yate, se ve que están solos en una isla paradisíaca. Ya lejos, la nena se topa con un lagartito de unos veinte centímetros, flaco y de movimientos eléctricos y algo pajariles. Como la película se llama Jurassic Park II uno sabe que se trata de un dinosaurio diminuto. La nena le habla con cariño y le da un pedacito de su sandwich, que el bicho le arrebata con cierta violencia. Su boca es chica pero filosa. De pronto aparecen otros lagartos iguales, decenas de ellos la rodean, todos ellos diminutos y frágiles. Pero muchos. La nena se asusta cada vez más mientras más lagartos la rodean. La imagen vuelve a donde están los padres, que escuchan los chillidos aterrados de su hija.

La situación es insostenible, tiene que resolverse. Me molesta pensar que mi rol es el de la nena que chilla. Siento miedo, pero simulo fastidio: guardo el sacramento en la valija, la agarro con una mano, con la otra agarro mi pila de libracos y me levanto mascullando algo de que quería comer en paz y ahora. Al cacique se le borra la sonrisa. Me pregunta si entonces no le pienso dar el sandwich, dándome a entender una especie de ultimatum. Le digo que me deje en paz. “Entonces te lo sacamos a la fuerza. Sacáselo, Fulanito”. Mientras lo dice circulan gestos que no entiendo. Son varios, pero son diminutos. Puedo darles una buena paliza. Levanto un brazo como para descargarlo en la cara del cacique. Por su expresión sé que lo entiende. Pero mi brazo vengador está inutilizado por la pila de libros y fotocopias, metí la pata. Se van a abalanzar, sólo me queda escapar. Disparo como puedo, no soy tan joven, me van a alcanzar. Todavía no me alcanzan, ¡Estoy en mejor estado de lo que pensaba! Habré corrido unos diez metros, la cuarta parte de lo que me separa a la callecita de atrás del estadio. Miro a ver qué ventaja les llevo. Ni rastros, se esfumaron. No me atrevo a parar pero desacelero un poco. Miro a un lado y a otro. ¿Dónde se metieron? ¿Por qué no me agarraron?

Los pibes-lagartija se jugaban a sacarme algo aislándome y asustándome, sabiendo perfectamente que son mucho más débiles que yo. No por imberbes, no por desnutridos, sino porque son siete, y yo soy la sociedad, soy el Estado. Si alerto a la policía y los agarran terminan en el reformatorio, un gesto mío los fulmina. Tal vez el cacique, el que sabe sonreír, sí llegue a ser realmente peligroso de grande, con un arma en la mano y una vida de humillaciones encima. Los otros difícilmente lleguen a conocer la edad adulta.

martes, 26 de octubre de 2010

La Ciencia y el Chaque Heure. Hoy: La Partícula de Dios. Amen.

La Ciencia y el Chaque Heure es la columna de divulgación científica de Bituin Noumor.

De un momento a otro nos van a acosar con el anuncio del “descubrimiento” del bosón de Higgs (alias “La Partícula de Dios”) en el LHC (alias “La Máquina de Dios”). Alabado sea el Altísimo. Adelantándome a la sarta de gansadas que se dirán entonces, vayan las correspondientes aclaraciones.

¿Por qué el Bosón de Higgs es “La Partícula de Dios”?

Porque un par de divulgadores se deliraron. El Higgs es tan profano (o tan sagrado) como cualquier otra de las partículas del modelo standard: quarks, electrones, muones, neutrinos, fotones...)

¿El Bosón de Higgs explica el Big Bang?

No, para nada. El Big Bang es una propuesta muy anterior al mecanismo de Higgs. Lo que es cierto es que si hay Higgs, en algún momento del Universo muy temprano (cuando tenía mucho menos de un segundo) debieron pasar cosas interesantes vinculadas a él. Pero no es el Universo temprano sino el actual lo que preocupa a los investigadores que operan el LHC, aunque muchos despachen a los periodistas con el “cuento” del Big Bang.

Pero... ¿No era que el Higgs es lo que le da masa a las partículas? ¿No significa eso que gracias al Higgs existe la materia? ¿No justifica eso solo atribuirle una divinidad?

Epa, epa, epa. Vamos despacio. Lo primero que uno debe preduntarse acá es: ¿Qué es la masa? La respuesta escolar es “La masa es la cantidad de materia”. Muy bien 10 felicitado, pero no. Por empezar, la masa es un invento humano: a cada objeto le asignamos un numerito al que llamamos “la masa del objeto”. Por seguir, el concepto de masa depende de la teoría: no es la misma masa la de la química, la de la física clásica, la de la relatividad o la de la teoría cuántica de campos. Hay una correspondencia, no es un capricho llamarles igial, pero desde la “cantidad de materia” hasta el rol del Higgs la masa cambia hasta el punto de volverse irreconocible. A modo de ejemplo: si queremos que la masa sea una medida de la “cantidad de materia”, lo menos que podemos pedirle es que sea aditiva: juntar dos kilos de pan con tres kilos de pan debería resultar en cinco kilos de pan. Eso no es cierto en relatividad: puede hacerse un objeto masivo a partir de objetos de masa cero, sin el Higgs ni nada parecido. De hecho, casi toda la masa que percibimos (en el pan, por ejemplo) tiene ese origen: los quarks son livianos pero están encerrados adentro de los protones y neutrones que forman, y como resultado estos son mucho más masivos.

Entonces... ¿Para qué sirve el Higgs? ¿No era la explicación de las masas de las partículas?

Parecido, pero no exactamente. En realidad, darle masa a una partícula es muy facil sin necesidad de Higgs. El Higgs es una partícula con la que ciertas partículas que no deberían tener masa interactúan de modo que parezca que la tienen. Es una cuestión puramente técnica: la teoría requiere cierta simetría, y esa simetría implica que las ciertas partículas ya mencionadas no pueden tener masa. Pero experimentalmente parecen tenerla, por lo que por un tiempo se supuso que esa simetría era imposible. Solución: una interacción con el Higgs que “simula” la masa observada experimentalmente.

Pero... ¿Es o no es importante el Higgs?

El Higgs es la única pieza del Modelo Estándar que aún no fue observada directamente. No es más importante que las otras, pero las demás ya están medidas y tabuladas. Personalmente tengo pocas dudas de que el Higgs va a ser observado; en cierto modo eso ya ocurrió indirectamente por sus efectos en la propagación del top quark. Casi nadie espera que no aparezca. De hecho, si el LHC viese el Higgs y nada más sería un fracaso rotundo. Lo que se espera en realidad (y por buenas razones) es ver los primeros fallos de la teoría actual, y con ellos los primeros aciertos de algunas de las decenas de competidoras. Honores, Premios Nobel y otros alicientes de egos están en juego. Si eso es importante o no, como siempre, depende del marco de referencia en que se lo analice. No va a terminar con el hambre en el mundo ni nos va a permitir viajar a las estrellas. Tampoco la Novena Sinfonía de Beethoven lo hizo. Va a ser un logro intelectual y cultural de la sociedad en que vivimos, no exento de las contradicciones de esa sociedad. Así que, por favor, no jodan más con el bolazo de la Máquina de Dios ni demás liturgias.

viernes, 15 de octubre de 2010

El Chiste Casi Inédito de Daniel Paz

Alguno pensará que macaneo, que hago como esos tipos que hacen circular por email frases grandilocuentes diciendo que son de García Marquez, que invento porque no me animo a firmar bajo mi propio nombre la única tira que hice en mi vida. Por desgracia no tengo pruebas, pero juro que a menos que haya delirado, el dibujo que muestro acá es un “cover” de uno de Daniel Paz de comienzos del 2008.

Han pasado tantas cosas en el país y el mundo desde entonces que tengo que contextualizarlo un poco: el Sr Roberto Martín Porretti, flamante intendente de Pinamar, fue denunciado por los dueños de unos boliches por querer cobrar un dinerillo para evitar una clausura. El escándalo fue nacional y el hombre fue destituído. Los “porrettistas” han insistido que fue una trampa de su vice, que finalmente se quedó con el puesto. Después vino la 125, la crisis financiera global, la campaña de Obama, el Grupo A, las escuchas que hacen que esté tan bueno Buenos Aires y los mineros enterrados a 700 metros, y somos pocos fuera de Pinamar los que nos acordamos del sujeto.

La cosa es que, estando solo y aburridísimo en España, siempre veía el diario ni bien salía. Entonces fue que ví, o deliré con, la tira cuyo cover reproduzco abajo. Jajaja, qué bueno, y seguí con mis aburridísimas obligaciones. Cuando en Argentina fue una hora razonable para levantarse mi señora se conectó al chat. “¿Viste qué bueno el chiste de Porretti que salió hoy en el Página?” “No, todavía no ví el diario”. Al rato: “Jejeje, qué bueno... Pero no entiendo qué tiene que ver Porretti”. Estaba por escribir algo así que eso es como no entender qué tiene de húmedo el mar cuando eché un ojo de nuevo al diario, por las dudas... Y en efecto, de Porretti nada. Había algo sobre Bush, o sobre Irak, o sobre algo muy pero muy lejos de Pinamar. Busqué día por día todas las ediciones anteriores, hasta un mes antes de que estallara el escándalo, varias veces. Y nada, a la tira se la había tragado el cyberespacio.

Esa misma tarde dibujé mi cover y le saqué una foto. Hice muchos borradores horrendos porque quería hacer los personajes como los había dibujado Paz (me acuerdo que el juez tenía unos bigotones tipo Pellegrini), y como no salía al final me decidí a hacer lo que me saliera, así que el trazo no les va a sonar. Pero el texto, no me digan que no, es Daniel Paz 100%.

lunes, 10 de mayo de 2010

Sexo Platónico

La expresión “Amor platónico” alude, seguramente, a uno de los conceptos más cursis que circulan por ahí. Se trata, como se sabe, de una relación “amorosa” sin pecaminoso sexo y, por lo tanto (según sus cultores), “ideal”.

Puede preguntarse uno qué diablos tiene que ver el gran y barbudo filósofo de la antigua Grecia con este concepto de revista Cosmopolitan. Es que él enseñaba que el mundo, tal como lo conocemos, no es más que un mundo de apariencias, sombras de otro de ideas perfectas e inmutables. Una molleja real se pudre o puede quemarse o salir cruda, pero la Idea Molleja es perfecta y durará para siempre. Después llegaron los mojigatísimos filósofos medievales, adoradores de griegos y romanos. Tomemos el objeto “Amor” y mirémoslo con los lentes de uno de estos tipos, que supondremos en particular admirador de Platón, y tratemos de imaginar qué “Idea Amor” concibe como la versión final, eterna y perfecta del amor. La materialidad es sucia e imperfecta por ser parte de este mundo de sombras. Y el colmo de la materialidad inmunda es, claro, el sexo.

Yo no soy platónico, ni mucho menos. Adoro la materialidad de este mundo, y desde luego, al sexo. Pero no quisiera que se me malinterprete y se me tome por un tipo primario. Es simplemente que me parece que la cosa va al revés: hay un mundo allá afuera y los ideales están en nosotros. Los seres humanos somos constructores innatos de significado. El zorro le dijo al Principito, al pedirle que lo “domesticara”: "¿Ves allá abajo los campos de trigo? Yo no como pan y por lo tanto el trigo es para mí algo inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada y eso me pone triste. ¡Pero tú tienes los cabellos dorados y será algo maravilloso cuando me domestiques! El trigo, que es dorado también, será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo."

Del mundo material filtramos ciertos datos, y los convertimos en símbolos. Vivimos, de hecho, en un mundo dual donde lo material vive en nosotros codificado, y son los símbolos, no las cosas, los que tienen poder sobre nosotros. Un roce detrás de una oreja es meramente material, puede ocurrir casi por accidente. Pero si lo dotamos de significado puede ser un poderosísimo símbolo: su ejecución, o incluso su mera mención, puede desencadenar las emociones más fuertes concebibles.

Entonces acá va mi consejo de Revista Cosmopolitan: el amor ideal (amor daniélico, o mejor, sexo platónico) es aquel en el que se procede por una paulatina pero intensa construcción de símbolos. El sexo tarda en llegar, sí, pero cuando llega es exquisito.

sábado, 24 de abril de 2010

La Prueba

Dos manos de acero me llevan no sé dónde. La capucha no me deja ver, los tipos sólo hablan con piñas y patadas, pero sé perfectamente lo que me está por pasar. Hace unas pocas horas que caí, ni idea de cuántas, pero las otras voces del calabozo ya me contaron demasiado. Sólo sus voces, porque desde que llegué estoy con esta capucha y hasta recién estuve atado a la pared. Respiro fuerte y dolorosamente, las piernas amenazan con dejar de sostenerme, pero me obligo a aguantar, a parecer valiente.

Pensar que hace apenas días estaba sentado al sol, en un bar, con Miriam y Cacho. ¡Pensar que entonces creía que estaba asustado, que era un día sombrío! Me reiría a carcajadas de mi ingenuidad si mi cagazo no anulara mi sentido del humor. El sol de la tardecita era delicioso, la botella de Quilmes Imperial y nuestros tres vasos estaban perlados de esas gotitas tan publicitarias durante el calor del verano, y nuestros miedos eran increíblemente abstractos, tenían la consistencia de la niebla comparados con esta certeza del dolor infinito y desconocido. Y además Miriam, aún seria, aún preocupada, estaba tan hermosa a la luz del sol de marzo. Los tres sabíamos que el golpe era inminente. Miriam nos decía que no podía ser tan grave, que el golpe en Chile era repudiado en todo el mundo y que ya Kissinger no era más el secretario de estado, que los demócratas están por ganar por paliza. Cacho se rió de la candidez de Miriam. “Ah, no nos calentemos, Carter nos salva”. Le recordó que la pésima imagen de la dictadura indonesia no había frenado a los milicos chilenos y que los hilos en Sudamérica los mueven segundas líneas de los militares, no la cancillería. “Los mismos que les enseñaron a estos en la Escuela de las Américas. No, piba, no te hagás ilusiones. Los que eligieron los fierros ya perdieron; si los milicos tienen tantas ganas de dar un golpe es porque quieren venir por nosotros”. Ese “Venir por nosotros” sonaba dramático, pero nada me hubiera preparado para el apagón, las patadas, la capucha sudada y apestosa, el baúl del falcon, las horas de susurros con los otros secuestrados, la tortura inminente.

Dicen que el dolor es insoportable. No logro imaginar qué significa eso. Dicen que a veces, por divertirse, hacen confesar a los torturados que mataron a Gardel. Dicen que te preguntan por todos tus conocidos, que cuando cae uno suelen caer después los amigos. Dicen que algunos, para no pasar de nuevo por eso, se pasan a su bando: se vuelven sus espías, les ceban mates y hasta les ayudan a torturar. También dicen que algunos aguantan la tortura sin decir una palabra, que aguantan hasta la muerte.

Miriam, mi hermosa Miriam, ojalá me hubiera animado a decirte que vivo pendiente de tu sonrisa, que el aire es más rico y abundante cuando pienso en vos. Camino a Oslo hubiera tenido tantas oportunidades para hablarte... Pero como un pajero tuve que ir a casa a buscar esas boludeces. Ahora llevo adentro mío como una carga maldita cada detalle de cómo pensás pasar a Paraguay el martes, rumbo a lo de tu amiga noruega. Y la estancia chubutense donde Cacho piensa alimentar ovejas en el anonimato. Y tantos putos detalles que quisiera simplemente borrar de mi cabeza con lija, con cianuro, como sea. Ahora que lo pienso, a lo que más miedo le tengo no es al dolor. Tengo miedo de mí. Tengo terror de no ser más que un cobarde, de descubrirme de golpe cebándole mate a un tipo que está por violarte.

Ya estoy sobre una tabla de madera. Ya me están desvistiendo y atando por los tobillos y las muñecas. Respiro demasiado fuerte, la capucha se me pega a la nariz, mi corazón es un tambor salvaje. Por fin me sacan la capucha y veo a un milico panzón que sonríe como un hijo de puta y me dice que si botoneo va a estar todo bien. Tengo los dientes apretados, todo mi cuerpo tiembla. ¡Que empiecen de una puta vez, a ver de qué estoy hecho!

miércoles, 21 de abril de 2010

El embotellador de Tiempo

De chico Martín vivía obsesionado con el Tiempo. Sentía su flujo en la carne insoportablemente, le daba rabia vivir ahogado en él y no poder tocarlo ni conocer su verdadero rostro. Por eso un día decidió embotellarlo.

Esta era la clase de manías que hacía de Martín un solitario sin solución, porque la intención de embotellar Tiempo no es algo de lo que se pueda hablar en los recreos. Ni tampoco eso que le pasaba al caer el sol detrás de los eucaliptos cuando se sentaba en cierto tronco en el parque de su barrio, evento al que acudía todas las veces que lograba convencer a su madre de que no, ya no tenía deberes pendientes. El sol le llegaba filtrado por la cortina móvil de los eucaliptos arrastrando consigo sus fragancias poderosas, y le parecía que el mundo era un criptograma y que ese momento era, de un modo que se le escapaba, la clave que haría todo transparente. Claro que de chico no hubiera podido nombrar aquello con esas palabras, de hecho no lo nombraba con ninguna y la sensación cruda lo invadía y le quemaba por dentro (a veces las palabras funcionan como las asas de un brasero). Podría mencionar muchas otras peculiaridades de Martín pero no quiero irme de tema, porque me interesa hablar de sus peripecias como embotellador de Tiempo.

Martín se convenció de que si embotellaba Tiempo su esencia le sería revelada. Cualquier ingeniero podría haberle dicho que estaba poniendo el carro delante de los caballos, pero sospecho que no lo hubiera escuchado; cuando uno quiere embotellar Tiempo no quiere realmente saber nada de ciencia y técnica, aunque crea lo contrario. Por meses trató de imaginar artefactos y métodos, que pronto se le revelaban ridículos e inocuos. Tuvo que cambiar el enfoque. Al final se decidió por improvisar una máquina real, que iba creciendo a medida que encontraba chucherías por ahí que le parecían adecuadas (el taller de la esquina era un proveedor habitual). Solo cuando la máquina le pareció lo suficientemente compleja como para que fuera plausible que hiciera algo interesante se decidió a probarla. No es que tuviera un resultado en mente, esperaba que lo que ocurriera le diese la clave de cómo seguir. 'Encender' el aparato consistía en meter dos alambres que asomaban de la máquina en el enchufe, uno en cada agujero, enguantado con dos bolsas de supermercado porque bien sabía que aquello era peligroso. Lo hizo. Que el resultado no involucraba en absoluto el embotellado de Tiempo saltaba a la vista. Saltó además una brusca chispa azul, saltaron los tapones de la casa y saltó el propio Martín, por voluntad del chispazo pese a las precauciones y con un dolor en las coyunturas de las muñecas que lo acompañó por horas. Tambien provocó el griterío histérico de su madre y la prohibición paterna de hacer experimentos con electricidad, impuesta con la dureza que los sustos inducen en los padres.

El Tiempo fue sometiendo a Martín a ese proceso de negación de sí mismo que muchos llaman 'madurar', y pronto recordaría aquellas experiencias con indulgencia algo avergonzada. De a poco fue aprendiendo a hablar el idioma de los demás, se fue amoldando a las expectativas ajenas y fue acostumbrándose a formularse sólo preguntas 'útiles'. Atravesó las dichas y penurias que se atraviesan en la vida y que no voy a narrar porque cualquiera puede verlas por ahí, en las novelas o en las letras de los tangos. Lo que sí importa contar es que al filo de los cuarenta conoció a Analía y supo que le había estado llamando 'enamorarse' a procesos que no merecían semejante honor. Analía era bellísima, por supuesto, y disfrutaba de las cosas con la sensualidad sin censuras de los chicos. Para Martín lo más hermoso era que no sentía pudor de estar desnudo con ella, y no hablo de la ausencia de tela tapando piel.

Analía le dijo por teléfono que había conseguido Drambuie, ese licor que ella encontraba delicioso sin comparaciones posibles del que tanto le había hablado, y Martín tuvo una inspiración súbita y feliz: la invitó a probar el manjar sentados en el tronco del parque de los eucaliptos, aquel del barrio de su infancia. Cuando llegaron el sol estaba alto y pasó como siempre: la charla desvanece al mundo y cuando se quieren acordar está atardeciendo. El que lo nota es Martín, porque de golpe ahí está otra vez esa sensación que parece haber perforado los años y alojarse incorrupta en su pecho, quemándoselo. Se lo está por decir a Analía, pero ella de pronto recuerda la botella que lleva en su mochila y la saca junto con dos vasitos de licor, con la sonrisa de quien está por hacer una travesura. No puede decir nada porque es hermoso verla servir delicadamente y disfrutar de la tenue viscosidad del Drambuie acomodándose en el vaso. El sol incendia los cabellos de Analía y revela una transparencia inesperada y ámbar en los más sueltos. Los dos toman el primer sorbo simultáneamente, y los sabores estallan en la boca de Martín, como lo hacen los colores entre los árboles y la sonrisa deslumbrante de Analía, que brilla por su cuenta. En la mirada enamorada de Analía caben todos los atardeceres. De golpe la sensación ya no le quema, una certidumbre lo golpea de un modo casi físico; queda en una semisonrisa de labios relajados y ojos lagrimeantes. Analía no necesitará palabras para preguntarle, le bastará un sutil cambio en sus cejas, y Martín le contestará con la poca voz que sus emociones le permitan: - Estoy embotellando Tiempo.

viernes, 9 de abril de 2010

Esto no va a quedar así

Te despierta el ruido a vidrio roto y no tardás ni un segundo en pasar del desconcierto a la furia. De un manotazo encendés el velador, salís de la cama en cueros y pantalón piyama, te calzás las ojotas y encarás para la puerta. El bochinche hizo ladrar a los perros del barrio. Clara te pregunta mil veces qué vas a hacer, pero sólo oís la sangre golpeando en tus oídos. A la carrera agarrás las llaves de casa y del auto y, en un rapto de inspiración, un buzo que hay sobre una silla. A la enésima pregunta de Clara decís (no gritás, pero es como si rugieras) -Voy a reventar al hijo de puta- y salís de la casa.

Sabés que no puede estar muy lejos, que va por la avenida Güemes en su patética bicicleta, desandando los cinco kilómetros que hizo desde su casa en el centro de Mosconi sólo para romper tu ventana de un ladrillazo, así que te tomás un rato para calmarte. Ya sentado al volante de tu dodge te mentís diciéndote que te calmás para actuar racionalmente, que vas a darle un susto para que le quede claro que con vos no se jode, pero en realidad sólo estás esperando que se te pase la furia ciega que te hubiera hecho chocar contra el único poste de alumbrado, y te quede un odio cristalino bajo el que sos un arma implacable. Ya las manos casi no te tiemblan, el buzo está en el asiento del acompañante, y te sacás las ojotas para tener máxima sensibilidad en los pedales. Calculás que el ex de Clara habrá hecho medio kilómetro y decidís que lo vas a alcanzar a la altura del puente. Arrancás levantando un poco de tierra.

Mosconi podría ser la última localidad del conurbano o el primer caserío pampeano. La avenida Güemes es en realidad una ruta, la única vía asfaltada y relativamente bien iluminada de la zona, y para vos son una ventaja esos cuatro kilómetros sin lomos de burro. A esa hora nadie circula (cada dos horas pasa Autotransportes Güemes, a toda máquina, haciendo vibrar hasta el último bulón). Acelerás a fondo. Pensás en Clara llorando, es como si estuvieras viendo las barbaridades que sabés que le hizo, y sin querer apretás fuerte el volante, como anclándote de este lado de la furia, sujetado por un último hilito. El tipo es uno de esos por los que las feministas radicales inventaron la categoría “clase fálica”, concepto que te revienta. El tipo es de los que se paran ante las cosas y la gente con aires de patrón, todavía se cree dueño de Clara. El tipo es de los que sólo están seguros si se les teme, y por eso sabés que es un gran cagón. Un hombre con pelotas se arriesga a buscar que su mujer lo quiera, no la retiene con miedo. Pero sabés que tenés que ser prudente, la comisaría es terreno hostil. Sabés que el padre del sorete que ya divisás como una lucecita anudó con la yuta de Mosconi un entendimiento en tiempos en que los cagones estrecharon filas para reventar a los soñadores, y viste por vos mismo que esa camaradería cagona extiende sus tentáculos de algún modo hasta los tribunales de Morón. Estás solo en esto.

Al final del puente está Arturo Becerro, calle tan ignota como el procer homenajeado, estrecha, tortuosa y sin casas. Querés que se escape por ahí, arreglándose con la lamparita de su bicicleta y quedando a merced de las los faros de tu dodge. Te sobra velocidad para alcanzarlo ahí, y la bajás con estilo: apretás el embrague a fondo, ponés las luces altas y usás el acelerador teatralmente, haciendo rugir y ronronear al motor como un león furioso. El tipo mira para atrás y acelera desesperado, ya es tuyo. Como esperabas se tira por Becerro. Vos frenás del todo, ponés primera y entrás arando y haciendo un nubarrón de tierra que las luces del dodge (vos te das cuenta) hacen lucir siniestro. Tu jugada fue racional y perversa: en Güemes sólo podías atropellarlo o pasar de largo, pero Becerro ofrece una falsa igualación donde podés justificar hacer tronar tu motor siempre en primera, siempre encima del tipo, alumbrándolo con las luces altas y convirtiéndolo en víctima de thriller hollywoodense. Cada tanto mira estúpidamente para atrás, sólo para encandilarse y aterrarse.

El tipo se mete por una picada por la que tu auto no pasa y disfrutás pensando en cómo se va a embarrar. Conocés esos caminos mucho mejor que él y vas a esperarlo a la desembocadura. Apagás el auto. Descubrís que al rato de estar a oscuras se distinguen contornos en escala de grises: está nublado, y las nubes hacen de pantalla de las luces de Buenos Aires anaranjándose al este. La espera se te hace larga y por un momento temés que en un chispazo de inteligencia haya pegado la vuelta, pero tenés que aguantar la carcajada cuando lo ves por fin asomar, apeado de la bicicleta, con la luz apagada y seguramente mucho más embarrado y cagado en las patas que en tus mejores fantasías. El tipo se dispone a echarse a andar y vos, que estás hecho un artista del pánico, encendés luces altas y motor de un saque magistral (tenés que reconocer que el autito se re porta). Las luces muestran todo su barro y su terror, a su primer intento de subirse a la bicicleta cae patéticamente, y al segundo sale a toda carrera. Salís otra vez en primera, siempre haciendo sonar el auto como largada de TC, hasta que el tipo vuelve a meterse en una picada. Esta picada se bifurca y ya te aburriste, te parece que ya tiene bastante material menoscabante en el cuerpo y empezás a volverte.

Ya casi sobre Güemes caés en la cuenta de que, haga lo que haga, va a tener que salir por Becerro, y eso refresca tu apetencia de venganza. Todavía podés darle un buen susto final con algo mínimo, algo que cuando llegue a su casa mugriento y lastimado realmente lo haga odiarse. Ponés el auto de culata entre unos arbustos, a veinte metros de Güemes. Sabés que no te va a ver hasta último momento, que encendiendo y apagando la luz de giro justo cuando pase por delante podés llegar hasta a tirarlo de la bicicleta. Te acomodás, sabés que la espera va a ser larga. Ves el buzo en el asiento del acompañante y caés en la cuenta de que tenés frío. Te lo ponés. Una satisfacción perversa te inunda y te recorre, pero bien sabés que no estás hecho: ves desfilar por tu memoria los miedos de Clara y de tu hermana, el auto de tus viejos ardiendo, tantos testigos que no atestiguan porque 'no quieren quilombo', las causas penales que misteriosamente se empantanan... Y el hambre vuelve. Paciencia, ya va a asomar.

Ya perdiste la noción del tiempo; hace frío y te caés de sueño sobre el volante. Si tarda tanto en volverse, pensás, debe estar realmente aterrado. O tal vez rompió su bicicleta por alguna picada y quedó a pie. El rugido lejano de un Autotransportes Güemes a toda marcha te despabila y entendés que ya querés volverte; te desperezás, te acomodás en el asiento y estás por echar mano al encendido cuando ves encenderse la luz de la bicicleta; el tipo se trepó a ella y empieza a pedalear como para la medalla olímpica, como no pudiendo creer que el camino está libre y tratando de ganar la avenida antes de que el milagro se desvanezca. Entre tanto el colectivo se ha hecho más que audible, ya es un estruendo que avanza a Mosconi con algún par de pasajeros somniolentos, con el misterioso apuro de los choferes a la madrugada. Te acomodás, ponés la mano sobre la luz de giro, el tipo está pasando frente a vos, a toda carrera, las chapas y las tuercas del bondi se quejan a metros de la esquina, y presentís que empuñás una escopeta de doble caño. Y disparás.

El tipo se tapa la cara con un brazo, como si la luz de giro le quemase la vista, y recorre los veinte metros hasta la esquina así, ciego y a la carrera. Ya sobre Güemes, ya siendo el colectivo el que lo alumbra, ya sin tiempo ni para bocina ni para freno, y todavía estúpidamente con el brazo en la cara, es engullido por el monstruo. El típico golpeteo de la suspensión en los lomos de burro no deja lugar a dudas. El micro frena a una buena cincuentena de metros. Desde el dodge ves apenas un bollo que no permite distinguir tipo y bicicleta. Con el motor aún encendido el chofer baja y corre hacia el amasijo, pero a mitad de camino para en seco y se da vuelta. Está flexionado, con las manos en los muslos. Entonces te caen las fichas: 'lo maté', te decís, y lo repetís incrédulo. El chofer vuelve a su micro, seguramente para llamar a la policía, y te das cuenta de que es hora de esfumarte. Con el motor del Güemes encendido y el chofer aturdido en su cabina, mirando para Mosconi, nadie va a verte pasar. Encendés el motor con cautela, ponés primera y arrancás con sigilo, sin nubes de polvo ni rugidos. Pasás con cuidado de no tocar ni mirar el amasijo y tomás Güemes hacia tu casa. 'Lo maté'. Sabés que te vas a llevar tu secreto a la tumba; a Clara le vas a decir que lo insultaste por la ventanilla y despues te fuiste a la rotonda YPF a putear a los gritos hasta que se te pasó. 'Lo maté', no podés parar de decirte. 'Lo maté... Con la luz de giro'. Y no podés evitar una sonrisa ni, en seguida, la carcajada.

jueves, 1 de abril de 2010

La Ciencia y el Chaque Heure. Hoy: Flexibilidad Laboral

La Ciencia y el Chaque Heure es la columna de divulgación científica de Bituin Noumor.

Respecto de las presuntas bondades de la flexibilidad laboral hay dos grupos sociales para quienes no hay nada que discutir. Si usted es un economista de la city o afín, usted cree firmemente que los mercados son La Respuesta a Todas Las Preguntas y seguir leyendo esto le representará una pérdida de tiempo. Por otra parte, si para usted los economistas de la city son sujetos despreciables e indignos de toda confianza por definición (grupo al que pertenezco) tal vez este documento le resulte entretenido, pero no muy revelador. Mi interés sin embargo es esa enorme mayoría de gente cuyos intereses no pasan por la teoría económica y se ve forzada a tomar partido, si lo hace, creyendo en referentes. Frente a ellos mi escuela está en franca desventaja, porque los economistas de la city y afines han tenido una viveza publicitaria muy efectiva: presentarse ante la sociedad como científicos. Alguien abre el diario y se entera de que un matemático se ganó el premio nobel de economía por haber elaborado la Teoría X, y vaya usted a discutirle. Igual que en las publicidades de jabon en polvo, basta con dar garantías de que algo está “científicamente demostrado” para clausurar todo debate y acusar de oscurantista a quien se atreva a ofrecer resistencia. Espero ser muy claro en mi crítica: voy a analizar esto como científico, no pongo en duda la disciplina. Pero a la hora de divulgar los hallazgos de la ciencia se recurre a una falacia; no existe tal cosa como “hechos científicamente demostrados”. Es al reves, son las teorías y los modelos los que deben someterse al juicio de los hechos, y las sentencias siempre son provisorias.

Entremos en materia. Nuestro objeto de estudio es eso que llaman “mercado laboral”. La mercancía: horas de trabajo humano, cuyo precio se conoce como “salario”. En ese mercado un grupo de gente oferta su fuerza de trabajo y las empresas la compran como un insumo más. O sea, los laburantes proveen la “oferta” y las empresas la “demanda”. Quienes intentan vender su fuerza de trabajo y no lo logran son los “desempleados”. El modelo que usan los economistas de la city y afines es, naturalmente, la “ley de la oferta y la demanda”, que tiene una formulación matemática muy elegante pero que voy a sintetizar en: a mayor el precio mayor la oferta y menor la demanda. Y aquí el brillante argumento: cuando los gobiernos populistas y los sindicatos codiciosos (uso sus términos) imponen al mercado salarios demasiado elevados la oferta es mayor que la demanda, por lo tanto muchos trabajadores no podrán vender su fuerza de trabajo y el desempleo será elevado. Solución: librar el salario a las “fuerzas del mercado”, para que baje lo suficiente para desalentar la oferta. De esa manera, razonan, todos los que buscan trabajo lo tendrán y no habrá desempleo. Así de simple, científico y brutal.

Quienes no hayan tenido contacto con literatura económica pero sí hayan buscado trabajo seguramente sintieron que desde el comienzo del párrafo anterior algo estaba completamente fuera de lugar. Cuando uno busca trabajo lo último que siente es ser el oferente, la propia expresión “buscar trabajo” lo demuestra. ¿No lee uno a la sección “ofertas de trabajo” de los clasificados? Sin embargo la estructura lógica del razonamiento luce impecable. Científica. ¡Y lo es! El punto es que todo razonamiento, por riguroso que sea, parte de hipótesis. Hay que suponer cosas, y para ese paso la ciencia no ofrece método. Cuando uno decide suponer que el mercado laboral está regido por la ley de la oferta y la demanda está suponiendo cosas muy fuertes acerca de las empresas y, sobre todo, de los laburantes. Y en ese primer paso en que la ciencia es impotente (sí, impotente) es donde entran en juego inevitablemente consideraciones ideológicas.

La ley de la oferta y la demanda es un modelo científico para estudiar las transacciones comerciales. De hecho es el más simple de todos, y por eso el más estudiado. Por supuesto que solo quienes hayan desoído mi consejo y leído hasta acá entre indignaciones pueden ser tan fanáticos para suponer que el modelo más simple funciona siempre bien y sin excepciones. Por empezar, y sin entrar en consideraciones técnicas como la asimetría de la información y otras imperfecciones bien estudiadas de los mercados, para que la lógica oferta-demanda tenga sentido la transacción debe ser absolutamente opcional para ambas partes. Pongamos un ejemplo: supongamos que tengo un auto. Quedarme con él tiene para mí un valor porque me sirve, así que si pretenden pagarme demasiado poco por él simplemente me lo quedo y lo uso. A los posibles compradores les gustaría viajar en auto, pero si pido demasiado por deshacerme de él preferirán seguir viajando en colectivo. El mercado de trabajo carece de este requisito elemental: para un laburante, incluso un profesional de altos ingresos, vender su fuerza de trabajo es la única opción que tiene para comer, pagar los servicios, irse de vacaciones. La fuerza de trabajo no vendida carece por completo de valor. Pero los economistas de la city y afines no creen eso: creen que el tiempo que uno no gasta trabajando en una empresa lo disfruta como “ocio” y le llaman al salario no ganado por quedarse en casa “precio del ocio”, que el laburante “paga” por holgazanear. O sea, y usando sus términos, si el salario es lo bastante bajo los trabajadores preferirán “comprar ocio”, que está barato, y quedarse en casa. Esto es una postura claramente ideológica. ¿Le suena la frase “en este país no trabaja el que no quiere”?

Esta (im)postura de los economistas de la city y afines es particularmente sorprendente cuando se tiene en cuenta la teoría a la que ellos mismos adscriben para estudiar los patrones de consumo y ahorro de la gente, punto sobre el que existe evidencia empírica abrumadora y probablemente el único en toda la macroeconomía en que todas las escuelas de pensamiento están de acuerdo (acá los economistas de la city cuentan como una escuela). Esta teoría afirma que la gente decide cuánto consumir y cuánto ahorrar no de acuerdo a su ingreso actual sino al ingreso promedio esperado para toda la vida e incluso planeando dejar herencia. Como quienes gastan y ahorran lo hacen esencialmente con el dinero que ganan laburando, la más elemental coherencia exige una compatibilidad entre la actitud ante los gastos y ante la búsqueda de ingresos. Veamos cómo razona un economista decente como el premio nobel e insospechado de todo comunismo Joseph Stiglitz: en su trabajo “Unemployement and Wage Rigidity when Labor Supply is a Household Decision” (un paper matemáticamente impecable) hace la suposición de que el plan de ingresos y gastos se hace en los hogares. Si en un hogar trabaja uno solo, y en un momento el salario baja de modo que no le permite a esa familia mantener su tren de vida, más miembros de la familia saldrán a buscar trabajo. Como consecuencia, se invierte el razonamiento ortodoxo: ¡Una baja del salario puede aumentar el desempleo!

Y hablando de (im)posturas: ¿Qué ocurre si el sostén de un hogar finalmente se rinde y no busca más trabajo? ¿Qué hace de su vida? Esa persona, es cierto, no cuenta como desempleada; a ella debe aplicársele una categoría que no entra en el lenguaje de los ortodoxos: pasa a ser un excluído. Una persona que no se valora, y sobre todo, que no tiene nada que perder. Entonces los mismos economistas de la city y afines se asustan y claman por “seguridad”, es decir, cuarentena de la casta que ellos mismos contribuyeron tan eficientemente a crear.

Hay algo que me intriga cada vez que pienso en estas cosas. Si usted es un economista de la city y aguantó hasta acá, le pregunto: pese a su preciosa casa, su(s) auto(s) y sus contactos usted es seguramente un asalariado. Es, si me permite la insolencia, un proletario. ¿Qué haría usted de su vida si le redujeran el salario a la décima parte? ¿Compraría mucho ocio aprovechando la ganga? ¿Está usted dispuesto a aplicar a su persona sus tan científicos modelos?

La Ciencia y el Chaque Heure

Durante décadas los lectores anglosajones han disfrutado de la célebre columna “Science and the Citizen”, a traves de la que el lego puede acceder a la naturaleza, significancia y alcances del conocimiento científico. Es por eso que Bituín Noumor, a traves de su Redacción y su Departamento de Divulgación Científica (este último un monoambiente) ha decidido iniciar esta columna intitulada “La Ciencia y el Chaque Heure”, auspiciada por la prestigiosa marca de relojes, con el fin de cubrir ese mismo rol para los lectores de habla castellana.

Ahora, una breve pausa: lo dejamos con nuestros auspiciantes.



Agradecemos a los simpáticos muchachos de Les Luthiers, y pasamos al resto de los posts de Bituín Noumor. ¡Véalos, antes de que queden obsoletos!

martes, 30 de marzo de 2010

El Crimen de las Mamushkas

Con su aplomo habitual el licenciado Federico Romera toma la autopista al norte; está yendo a matar a Susana. En estos viajes de Puerto Madero a San Isidro solía escuchar Wagner (al licenciado Romera lo enciende Wagner) pero esta vez le conviene Vivaldi, debe mantenerse frío y ligero. Hacerlo en persona no ha sido una decisión facil; no quiso recurrir a los sicarios con que resuelve los temas del holding para un asunto tan personal, y el resto de la mano de obra disponible (barras bravas o ex bonaerenses psicópatas) es demasiado chapucera y le hubiera garantizado al menos un par de primeras planas. En el fondo Romera no confía en nadie para la tarea, ni siquiera en Ramirez. Susana le provoca un miedo místico, y el licenciado Romera no está acostumbrado a temerle a la gente. Por supuesto que ese miedo (que Romera llama, con cierta autocondescendencia, 'inquietud') es un ingrediente más de los que Susana combina con maestría y la precisión de un boticario para enceguecerlo de placer en cada encuentro y para obsesionarlo con el próximo. Romera conoció muchas mujeres hermosas cubriendo un amplio rango entre la exuberancia y la discreción, entre el recato y el desenfreno; todas le provocan un deseo físico que se extingue en la eyaculación. Sólo Susana, y con diferencia, lo estimula fuera de todo control, todo el tiempo. Romera sabe que el mundo va a ser demasiado predecible sin ella, ya la está extrañando. A su modo la ama.

Control. El sol ya se va apagando atrás de la cortina roñosa en que se convierte a esa hora el horizonte porteño; para cuando llegue ya va a ser prácticamente de noche. Va a estacionar a tres cuadras (ahí su BMW M5 negro no va a llamar la atención), va a caminar tranquilamente, va a forzar la puerta. Ya sabe qué joyas va a robar, ya sabe quién va a pagar el pato. Se promete una y mil veces mirarla solo el tiempo necesario para meterle un tiro letal, sabe que si ella le hinca la mirada va a estar perdido. Control total en su vida, cuyo único obstáculo es Susana. No puede dejar nada librado al azar ahora que se dispone a convertirse en un hombre público. Por lo menos tuvo el suficiente control como para que nada lo vincule a ella; la casa la alquila a traves de uno de sus sellos de goma, las joyas las compró un banco de Grand Cayman. Puso en todo el mismo cuidado que en sus negocios más delicados. Por eso el licenciado Romera no se molestó ni siquiera en tener una coartada, basta con ser prolijo y con proveer de inmediato un gil plausible.

Siguiendo las evoluciones del licenciado Romera he sentido una incomodidad que tardé en identificar. Me gusta el material que voy obteniendo, pero lo que Romera me ha revelado sobre Susana me tienta a conocerla; contrastado con ella Romera es acuoso y transparente. Y si me quedo al lado suyo, de Susana no voy a conocer más que una sorpresa breve y su suspiro final. Mah sí, yo me voy para su casa.

Descubro unos espacios amplios de caoba y ladrillo a la vista que el atardecer resalta, una escalera ancha, un estar con hogar, y sobre todo a Susana en el desayunador frente a su pote aún cerrado de yoghurt con cereales. Es casi dolorosamente hermosa y absolutamente joven. O sea: no solo mucho más joven que Romera, es tan joven como puede ser una mujer. Y sin embargo no tiene el aire vulnerable e inocente que cabría esperar, más bien es el mundo que la rodea el que parece a la defensiva, por ejemplo el pote de yoghurt que va desvistiendo de su tapa de aluminio de un modo que me quita el aliento. Susana parece no darse permiso jamás para despatarrarse en un banco o rascarse; es una atleta de la seducción y, cuando no compite, entrena. Lo frustrante es que mis poderes de narrador omnisciente se terminan en su piel; que solo puedo saber de ella, como cualquier hijo de vecino, por los símbolos que publica su cuerpo. De golpe algo alerta a Susana. Estúpidamente temo que Romera ya esté acá cuando sé que tiene para media hora más, pero Susana busca algo acá adentro. Y solo con la más leve de las sorpresas me descubre, me clava la vista y soy una presa asustada que trata de huir con desesperación y

Perdon por dejar colgado el párrafo anterior. Tuve que escaparme, cerrar los ojos y volver a mi piecita, verificar con todo mi cuerpo que sigo sentado en la silla frente a la computadora, que a mi izquierda mi cama sigue deshecha, que el sol golpea furioso el marco de la ventana, y sobre todo, que la mirada de Susana no es más que unas frases confinadas a la ventanita de mi procesador de textos. El CD de la Bersuit se terminó, el mate ya está tibio, detrás de Susana y el licenciado Romera el firefox muestra los titulares de Página 12. ¿Cómo sigo mi historia ahora? ¿Me vuelvo con Romera? No, ya es tarde, ahora Susana está alertada. ¿O es que me tienta ella? Tal vez ya arruiné el relato, tal vez deba abandonarlo ya. Pero sería una pena, había arrancado tan bien... Bueno, yo arranco el párrafo siguiente, que el párrafo decida cómo sigo.

Ya es de noche. En la habitación de la planta alta me recibe el aroma de un sahumerio, la luz tímida de unas velas y Susana recostada entre almohadones, dentro de un camisón liviano que se acomoda obediente a sus formas irresistibles. Me dice que me estaba esperando, y descubro que su voz es tan letal como su mirada. Algo radical ha cambiado en ella, pero no logro precisarlo. Con la sola fuerza de su mirada me invita, me arrodillo sobre la alfombra al lado de la cama, peligrosamente cerca de su mirada y de su aliento. Me pregunta qué hago ahí, le contesto que cuento una historia sobre ella y Romera, y su reacción me da la clave que estaba buscando: ahora parece una criatura indefensa, siento una necesidad incontenible de protegerla.¿Me habré dejado llevar por Romera cuando la ví la primera vez? Me pregunta si está en peligro, no me sale mentirle. Me dice que Romera tiene hielo en la sangre y que es un tirador experto, que se alegra de estar con el narrador, que así se siente a salvo. Me tienta provocar un pinchazo que saque de la autopista y mate a Romera, pero todavía quiero un buen relato. Susana toma mi mano, la deposita suave en su mejilla y cierra los ojos; unas hormigas van y vienen febriles de mi estómago a mi ingle. Recien cuando se apaga una de las velas tomo consciencia del paso del tiempo. El estruendo de madera astillándose nos sobresalta, le digo a Susana que no se preocupe, que va a estar a salvo, y encaro la escalera con todo latiéndome. Antes del recodo digo con toda la firmeza que puedo
-No dispare Romera, soy el narrador
y me reiría a carcajadas con semejante frase si no estuviera al borde del infarto. Romera está cerca de la puerta, con guantes y una pistola en la mano derecha, contrariado y divertido a la vez. Sonríe con media boca y una ceja. Cualquiera quedaría pasmado ante el shock metafísico de encontrarse con el narrador, pero el licenciado Romera es un tipo práctico. Mirándome en silencio se da un par de segundos para maliciar sobre lo facil que le habrá resultado a Susana seducirme con la batería estandar de cursilerías, y luego se entrega a un cálculo frenético de estrategias de teoría de juegos (los jugadores somos él y yo, claro). No logro seguir el hilo de sus pensamientos. Como último recurso lo amenazo con que si me mata su mundo va a desaparecer, pero llega a su conclusión prescindiendo de mis opiniones.

Con su aplomo habitual el licenciado Federico Romera quita el seguro, apunta a mi cabeza y dispara. El recule del disparo me empuja contra el respaldo de la silla frente a una computadora en un cuartucho vulgar. Con sumo agrado descubro delante mío a Susana mucho mejor que asesinada: neutralizada, reducida a los caracteres de un archivo informático. La última oración de ese archivo dice que llora, desplomada sobre la escalera a cuyos pies se desangra el narrador.

domingo, 21 de marzo de 2010

Funes, el perceptivo

Sé que para decir lo que quiero decir debería escribir un texto epistemológico, pero no sé cómo se hace eso (disculpen mi ignorancia). Si fuese Jorge Luis podría escribir sobre filosofía a traves de una ficción genial y ahorrarme el aprendizaje metodológico. Pero yo soy yo y eso no tiene arreglo, así que voy a tratar de subirme a hombros de gigantes.

Ireneo Funes (Fray Bentos, 1868 - 1889) lo recordaba todo. Podía evocar cada evento vivido con absoluto detalle, con los atributos de todos los sentidos, y no sólo podía decir exactamente cuándo había ocurrido, recordaba también cada ocasión en que había evocado ese recuerdo. “Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho”. Nada se nos dice de las resonancias emocionales de tales percepciones: Ireneo fue un instrumento de registro envidia de cualquier laboratorio: cámara de resolución arbitraria, micrófono sin límite de bits, termómetro, sismógrafo. Nuestro Borges nos agobia otra vez con sus infinitos, pero no es de eso de lo que quiero hablar. Después de dejarnos sin aliento enumerando las proezas y despropósitos memorísticos de Ireneo Borges lanza su tesis epistemológica: “Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos”.

La sospecha borgeana es tributaria de la doctrina empirista; no en vano se cita a Locke en el texto. De lo único que puede fiarse el sabio es de la percepción, fiel reflejo del Universo. Eso sí: si queremos “pensar” tendremos que sacrificar los detalles, hacer inducciones. Abstraer es olvidar las diferencias entre el perro de frente a una hora y el perro de perfil a otra: olvidando la serie agobiante de ladridos y pelajes y jadeos abstraemos la idea “perro”, y entonces podremos teorizar sobre el “perro”. Funes es a su vez un perfecto especimen conductista, el modelo psicológico que mejor pega con el empirismo y el positivismo.

Como por suerte no soy Funes, del cuento sólo recordaba la esencia de que Funes todo lo recordaba, énfasis que arranca desde el título, y también la tesis final ya citada. Y de golpe una revelación me impulsó a releer el cuento con ojos nuevos: para recordarlo todo también hay que percibirlo todo. Al releerlo veo que al maestro no se le escapó el detalle: la palabra “percepción” aparece dos veces, deslizada con inocencia. No es que Funes sea omnisciente, él sabe lo que captan sus sentidos. Puede argumentarse que alguien tan excepcional como para tener supermemoria puede tener superojos, supertacto y demás. Por supuesto que sí, pero entonces... ¿Qué distingue a Funes del resto de los mortales, reales o ficticios? ¿La supermemoria o la superpercepción? Veamos.

Quien anda en bicicleta ve piedras y ve pozos. Es probable que no vea un rosal hermoso que a un peatón más despreocupado no se le pasaría. Y cada tanto ve falsas piedras y falsos pozos (alguna mancha, sombra u hoja seca). Para un purista de las categorías ontológicas poner las piedras (sustancia) y los pozos (ausencia) al mismo nivel es un horror intolerable, pero lo que al ciclista le interesa es no terminar despatarrado sobre la calle. El ciclista no sólo deja de ver casi todo lo que hay a su alrededor, sino que ocasionalmente ve algo que no está. ¿Por qué? Porque el ciclista ve de acuerdo a lo que espera ver. Tiene un interés, una serie de modelos mentales, objetivos y expectativas. Y no es el intelecto “abstrayendo” el que le hace esquivar un pozo o una hoja seca que-parecía-piedra: eso que llamamos “reflejo” es primario, lo tiene el más humilde de los insectos. Y si el ciclista de pronto se encuentra con que un bicho se acerca a su ojo, el ojo se cierra mucho antes de que el “pensamiento” tenga algo que ver en ello. El ojo “piensa” por su cuenta, “abstrae” de entre las señales recibidas algo móvil identificándolo como “una cosa”, y hasta la califica de amenaza potencial. Los sentidos no necesitan del intelecto para recortar y abstraer.

Los muchos homos sapiens que nos pasamos horas pensando lejísimos del riesgo de ser almorzados tendemos a olvidar que lo que somos (ojos, oído, intuición, intelecto y memoria) se forjó al calor de la lucha por la supervivencia. Así unos ensalzan los sentidos y otros la razón como instrumentos que Dios nos dio para llegar a la Verdad, a las esencias últimas del Universo. ¡Cuánta soberbia se apiló durante siglos de filosofía! Un homínido de hace quinientos mil años, ante unos yuyos que se movían y el más mínimo ronroneo, necesitaba que se le erizaran los pelos de la espalda y cada músculo quedara listo para la acción. Alertas con la mínima información y el mínimo número de falsas alarmas hicieron la diferencia entre ser nuestros retataraabuelos y ser banquete de las fieras. Lo mismo puede decirse de saber contar, y que si había tres tigres y matamos uno entonces quedan dos. No menor era el rol del miedo o la euforia que acompañaba esas percepciones. Y la memoria, la imaginación y el espíritu crítico les permitía a nuestros peludos ancestros repasar la jornada de peligros y aprender de los errores. El cerebro humano es el maravilloso instrumento que es porque ha sido el que logró que una especie no particularmente robusta ni particularmente veloz y cargadísima de preciosas proteínas comestibles no se extinguiera.

Las más de las veces los sentidos hacen exactamente lo contrario de olvidar detalles. Pensemos en la Ley de Cierre de la Gestalt: ¿Qué es lo que olvidamos cuando al mirar cuatro puntitos vemos un cuadrado? Con un mínimo de información conjeturamos sobre lo que vemos, y para eso usamos los modelos mentales que consideramos relevantes de acuerdo al contexto. Si para reconocer de un golpe de vista unos álamos a la distancia tuviésemos que olvidar las ojitas, las ramitas, los infinitos detalles, ¿Cómo es que reconocemos álamos en una pintura impresionista? ¿No es cierto que con la misma configuración de pintura que un pintor usaría para hacer un álamo impresionista otro podría hacer el humo de una fábrica? No es un olvido de diferencias el que nos hace decir “¡Alamo!” o “¡Humo!”; es una conjetura de nuestra percepción con información mínima, basada en nuestras expectativas y creencias y sujeta a revisión crítica (“Ah no, es humo, abajo está la chimenea”). Y si no, piense usted en quienes ven fantasmas, ovnis o a la Virgen.

Espero haber convencido a esta altura de que la percepción de Funes no era una versión superlativa de la nuestra sino algo cualitativamente diferente. Pero más aún me preocupa señalar sobre la capacidad de pensar del uruguayito. Borges nos cuenta que el muchacho, antes del accidente, era un poco peculiar pero por lo demás era bastante normal. Tuvo que caminar y enfrentar los peligros, correrse si un carro se le venía encima, ordenarle a su caballo que esquivara pozos y piedras como nuestro ciclista del quinto párrafo. Aún luego del accidente el hombre era capaz de sostener conversaciones coherentes y comprendía textos escritos. Para nada de esto necesitamos, ni usted ni yo, grandes habilidades mentales. Eso es porque somos eficientes productos de la evolución: para aprender a caminar o hablar necesitamos de todo el poder de nuestro intelecto, pero la práctica nos permite automatizar cosas tan complejas como leer o manejar un auto. Podemos leer fotocopias algo borrosas con un esfuerzo mínimo por cortesía de la Ley de Cierre ya citada. La inteligencia está reservada para las emergencias, las situaciones nuevas o el aprendizaje. Todo esto no era cierto para Funes: un texto en un diario o en cada libro era para él un mundo de detalle sin clasificar, pero Funes era capaz de leer una 'a' donde no había más que tinta sobre papel. Su propia imagen en el espejo lo sorprendía cada vez, pero se reconocía en ella. Encontraba chocante identificar el perro de frente a una hora y de perfil a otra, pero en definitiva lo hacía, y comprendía el significado de la palabra “perro”. El procesamiento de infinitos datos en tiempo real hasta obtener significados requiere también de una inteligencia infinita. Si los sentidos no filtran, debe filtrar la inteligencia. Las operaciones más triviales en la vida de Funes, como cerrar el párpado ante un bicho que se acercara a su ojo, requería de todo su poder de análisis y de abstracción. Todo el santo día. ¿Cómo negarle el calificativo de genio?

En síntesis, todo en Ireneo Funes funcionaba de un modo cualitativa y radicalmente diferente a como funciona en nosotros. Funes no era sobrehumano, era redondamente inhumano, salvo en su apariencia exterior y su misteriosa capacidad de sufrir (y morir por) infecciones de pulmón. Funes es la cabal muestra de que es insensato que una criatura real pueda conocer su mundo mediante la inducción a partir de lo sensorial.